Un tal Jose Eduardo
© Texto: Ignacio Achútegui Conde (Nacho)
Dibujo bajado de internet.
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Titular de los derechos: el autor
La reunión había sido convocada para primera hora
de la mañana. Todos habíamos llegado puntuales, el personal de producción y el de
ventas. El gerente comenzó a esbozar en líneas generales el orden del día.
La empresa dedicada al sector de la rotulación
tenía una extensa red comercial de… dos personas, mi jefe directo y yo mismo.
Ante tales dimensiones la utilización del título de Director Comercial se me
hacía un tanto pretenciosa, pero así era Eduardo. No diré su apellido.
Don Eduardo, seguro que le gustaría este
tratamiento a pesar de que nunca lo confesó, era un tipo peculiar. Poco más o
menos de mi edad, por aquel entonces, unos 36 años. Había acabado la carrera de
filología hispánica o de magisterio, no recuerdo bien; aún resuenan en mi mente
los grandes alardes sobre ortografía cada vez que, cosa infrecuente,
alguien del equipo de producción olvidaba un acento. Siempre vestía igual: el
mismo viejo traje negro azulejo, que desde que salió de la sección de
caballeros de Zara, nunca había vuelto a ser acariciado por la plancha; unas
camisas que en sus mejores tiempos fueron blancas; estrecha corbata de cuero, y
negras botas camperas de puntera componían su distraída elegancia. Desgarbado, hundía
sus hombros bajo una pesada capa de nicotina de olor acre, nunca suficiente,
pues seguía encendiéndose un cigarrillo tras otro. Su coche, un forito rojo,
excedía los más altos índices de contaminación, por encima, incluso, de la
ciudad de Méjico. Conducía, hablaba y fumaba todo a una. Yo, en mi profundo
ateísmo, me encomendaba a todos los santos por si San Cristóbal no fuese
suficiente. Dos meses en la empresa me bastaron para apreciar las cualidades de
superior tan meritorio.
Sin embargo, a él no le fueron suficientes para
aprender el nombre de toda su extensa plantilla comercial. A diario se dirigía
a mí por mi nombre al que por su cuenta y riesgo le añadiría un Jose, así, sin tilde, en clara oposición
a las reglas de ortografía que tanto gustaba de recordarnos. Dos meses, en que,
a cada Jose Ignacio que él me
adjudicaba, yo le indicaba su error. Cruzada inútil pues nunca conseguí que lo
aprendiera.
La reunión había comenzado hacía un rato y hablaba
don Eduardo que se dirigió a mí:
—Oye,
Jose Ignacio… —no pudo acabar la
frase.
—Dime,
Jose Eduardo —contesté con celeridad.
—Yo
no me llamo Jose Eduardo —protestó.
—Yo
tampoco me llamo Jose Ignacio —le
repliqué rápidamente.
La carcajada fue general. Realmente, ¿la jocosidad
le jodió? o, tal vez, fue lo público del asunto la causa de su exacerbada
reacción. La mecha prendió y el artefacto Eduardo explotó en un sinfín de improperios
y desaires que no hacían sino solazar más al personal.
Al cabo de los años he coincidido un par de
ocasiones con él. Con el mismo atuendo; su ceño fruncido me hace pensar que su
enjuto sentido del humor no ha digerido la anécdota.
Ignacio Achútegui Conde
Logroño, a 9 de junio de
2014
Agradecido
A Eduardo por las carcajadas que ha
provocado su historia cada vez que la he contado. Hoy me he decidido a
escribirla.
Si algún día la lees y te sientes
reconocido, espero al menos una sonrisa.
Aunque el escrito es de hace 5 años, no lo había leído hasta hoy; y debo confesar que me ha gustado mucho por su sentido de humor y la vivacidad del escrito. ¡Enhorabuena, Nacho! (y no Jose Nacho...)
ResponderEliminarGracias, amigo, desconocido
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