La mujer anfibia
© Texto: Ignacio Achútegui Conde (Nacho)
Dibujo bajado de internet
Titular de los derechos: el autor
El móvil me había interrumpido el vermú torero de aquel día festivo de otoño. No era precisamente Dios para anunciarme un nuevo diluvio, pero cierto es que caía agua como para plantearse comenzar a emparejar animales.
Una amiga de la adolescencia. La recuerdo alegre y divertida; con un cierto toque paranoico que en ocasiones la sumía en una suerte de letargo taciturno y depresivo. Así que acudí a socorrerla. ¡Un caballero nunca abandona a una dama en apuros!
Lejos de diseccionar su
naturaleza, puse tierra de por medio. Ciento ochenta días me habían sido más
que suficientes.
—He
dejado a mi marido —escuché perplejo—. Estoy empapada y necesito ayuda —añadió
con la dificultad de la congoja.
El móvil me había interrumpido el vermú torero de aquel día festivo de otoño. No era precisamente Dios para anunciarme un nuevo diluvio, pero cierto es que caía agua como para plantearse comenzar a emparejar animales.
Una amiga de la adolescencia. La recuerdo alegre y divertida; con un cierto toque paranoico que en ocasiones la sumía en una suerte de letargo taciturno y depresivo. Así que acudí a socorrerla. ¡Un caballero nunca abandona a una dama en apuros!
La
encontré donde me había dicho. Inmóvil. Calada hasta los huesos. Sin inmutarse.
No hacía nada por guarecerse de aquella lluvia que arreciaba con fuerza. Los
hombros caídos, como sin ganas de seguir sosteniendo sus pensamientos.
Le
ofrecí mi casa, una ducha, un albornoz y un té calentito. Habló durante toda la
tarde sin ningún tipo de orden; y al final, cuando su corazón se quedó sin
palabras, fue quedándose acurrucada en mi regazo y al calor de la estufa se
quedó dormida con placidez.
Ahí
la tenía, veinte años después, instalada en mi casa para tres días, o cuatro…,
que le permitieran poner en orden sus sentimientos.
¡Así
cometí el fatídico error! Uno de tantos en mi vida.
A
la mañana siguiente tardó en despertar. Los signos de un reparador sueño se
hacían visibles en su cara, sus ojos ya no vidriaban, y una sonrisa tímida
anhelaba por emerger de entre la melancolía. Yo había preparado un buen tazón
de café caliente. Seguimos donde lo habíamos dejado. El caos narrativo fue
amainando y poco a poco se soltaron las amarras que anclaban su sonrisa, que
brotó franca. Excarceladas sus emociones, la conversación se hizo más ligera y
alegre. Inconsciente de mí, no me percaté de la red que en torno a mi fue
tejiendo.
Aquellos
días, sin duda, le supusieron un bálsamo para el alma. Sin embargo, para cuando
quise darme cuenta había tomado posesión de..., además de mi sofá-cama, mi casa y mi vida; cual virus troyano.
La
decisión no fue complicada. Comunicarlo, algo más.
―«Has sido nominada para abandonar
mi casa».
De
nuevo brotaron ríos del interior de sus ojos, y su sexo quiso humedecer mi
lecho en una patética tentativa que hizo agua.
Imposible
la prueba de paternidad contra el dios Océano…; esa querencia por el líquido
elemento me llevó a considerar con cierto viso de probabilidad, si no se
trataba de un raro espécimen de mujer anfibia.
Ignacio Achútegui
Conde
Logroño, a 8 de
diciembre de 2013 y 22 de enero de 2015
Comentarios
Publicar un comentario