Un zurito, un euro
Dibujos bajados de internet y retocados.
Titular de los derechos: el autor
Mi relación con la cerveza tuvo
su rito iniciático siendo yo muy niño. En la casa de la sierra donde pasábamos
las vacaciones de verano, en un gran salón, junto a la chimenea, en sendos
sillones orejeros estampados, mi padre y un amigo disfrutaban de animada
conversación. Refrescaban sus laringes con un par de botellines de tal bebida.
No recuerdo la marca, pero dada la época bien podía tratarse de Skol, el Águila o San
Miguel. Sí recuerdo que, ante mi curiosidad, mi padre contestó que le gustaba
su sabor amargo y que cuando yo fuera mayor ya la bebería, aunque sí que me dio
a probar un mini sorbito.
La historia es tildada de
apócrifa por mi familia: yo era muy pequeño, y mi padre no lo recuerda en
absoluto, sin embargo, yo no albergo ninguna duda sobre su veracidad.
Ya de jovenzuelo cuando comienzas
a salir con esos chicos que ya no son
los hijos de los amigos de tus papis (algunos nada deseados por ellos), íbamos de cañas y a echar la partida a
una cervecería del barrio. Treinta y cinco años después aún existe con otro
nombre y otra decoración; las mesas de formica con las patas salpicadas de
óxido y las colecciones de llaveros y búhos de la suerte han dado paso a un
ambiente, al más puro estilo bávaro; no hay más colecciones que las famosas
jarras de cristal o cerámica de litro.
Años después, tras diversas
vicisitudes, y ya reconvertido en tabernero, sirvo innumerables cañas y cortos durante
la dura jornada laboral.
Aquella mañana se presagiaba como
cualquier otra. El reloj ya había desplazado sus manecillas a la hora mix: amas de casa en interminable
conversación, y uniformados y grises hombres de negocios. Aquellas, en las
mesas; estos, en la barra. Las vocingleras cuadrillas iban apareciendo por la
puerta pidiendo sus chiquitos de vino y cerveza. El presagio de normalidad se
fue cumpliendo exacto, como un rito religioso. Hasta que…
—Buenos
días, por favor, dos vinos y un zurito
―pidió el cliente.
—Perdón,
¿dijo dos vinos y…? ―contestó el camarero.
—Sí,
dos vinos y un zurito ―repitió el
cliente.
El camarero puso los dos vinos y
se hizo el remolón. El cliente cayó en la cuenta y añadió:
—Y
un corto de cerveza.
El camarero con una sonrisa no
tuvo ningún reparo en tirar de grifo y servir un excelente corto de espumeante
cerveza, acompañada de una tapa de patatas fritas.
Los clientes de manera divertida
charlaban de sus cosas y se pidieron una nueva ronda.
—Por
favor, otros dos vinos y un corto —esta vez aparcó su vocablo foráneo y utilizó
el local.
Atentamente fueron nuevamente
servidos. La charla continuó un ratillo más y llegó la hora de pedir la cuenta.
―Nos
dices lo que te debemos —dijo el que había pedido―, son cuatro vinos y dos zuritos, bueno cortos, ¡es lo mismo!
—Se
equivoca, caballero, aquí se llaman cortos, zuritos
es en su tierra.
—¡Pero
es lo mismo!
—No,
no es lo mismo. El corto son ochenta céntimos y el zurito un euro.
Confuso, el cliente insistió en
que era lo mismo.
―¿Cómo
va a ser eso?
—Por los gastos de traducción simultánea ―respondió riendo el camarero, a lo que los clientes replicaron con una buena carcajada.
—Por los gastos de traducción simultánea ―respondió riendo el camarero, a lo que los clientes replicaron con una buena carcajada.
Ignacio Achútegui Conde
Logroño, a 16 de febrero de 2015
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