Cinco minutos más

© Texto: Ignacio Achútegui Conde (Nacho)
Portada: dibujo bajado de internet 
Titular de los derechos: el autor



Son cinco minutos.
La vida es eterna en cinco minutos.
Víctor Jara


Suena el despertador y malhumorados deseamos cinco minutos más como si en ello nos fuese la vida. También, cinco minutos más que pedimos de estar con nuestros seres queridos cuando estos se van. Cinco minutos, y solo cinco. Sabemos que es un espacio de tiempo muy breve; conformándonos con solo eso anhelamos en nuestro interior que, precisamente por su insignificancia, tal vez pudieran darse.

Cinco minutos pueden ser suficientes para tomar un café en soledad, pero nunca cuando de tomarlo con la persona amada se trata.

Corrían los 50 y España administraba el norte de Marruecos. El protectorado con capital en Tetuán se había nutrido de numerosos españoles que la poblaban en armonía con los habitantes locales. Militares y funcionarios habían fijado su residencia en la roja tierra de Marruecos, llevados por la «necesidad nacional» de gobernar a aquellas exóticas gentes de chilabas blancas. A su cobijo, comerciantes, maestros.., todo tipo de población civil.

El paso de España a Marruecos podría parecer tan sencillo como cruzar el estrecho, pero aún había de ser tan simple como partir de Ceuta, ciudad española en el norte de África y atravesar la aduana en Castillejos y ya se encontraba uno en el protectorado. Como cualquier otro paso fronterizo, se hallaba atendida por militares y por el vista de aduana, por aquel entonces un buen mozo con novia en Tetuán.

Cada mañana el vista apuraba con puntualidad castrense su faena para recibir el viejo cacharro que llegaba de Tetuán pues en él viajaba su prometida rumbo a su trabajo en Ceuta. Cauto como eficaz, cerraba siempre la caja fuerte para preservar la documentación bajo su responsabilidad.

Quiso la mala fortuna que un día con exceso de carga laboral se retrasara en salir a la cita diaria y lo hiciese presuroso. Cinco minutos arañados al horario del chofer que no supo interrumpir el amoroso encuentro de los felices novios. Al fin, hubo que partir y el vista regresó a su despacho, cuando pudo observar consternado la fatalidad del apresuramiento. La caja había sido cerrada con la llave en su interior. Nada pudo hacer por abrirla.

La preocupación no abandonó en toda la mañana a nuestro funcionario que a punto del sollozo acabó por acudir a su almuerzo diario al colmado donde ya lo esperaban extrañados por el retraso sus habituales compañeros de mesa. Cinco minutos llevaban dando cuenta, ansiosos, del pan cuando le vieron llegar con aire taciturno. Abatido, narró la causa de su malestar.

Quiérase que uno de aquellos hombres fuese capitán de la guarnición de Dar Riffien, el cuartel de la legión en Castillejos. Inmediatamente, mandó recado a un legionario cuyas artes quedaban bien retratadas en el apodo que la hermandad «lejía» le había conferido. 

«El Relojero», tal como se le ordenó, se presentó raudo en la aduana. La arrugada camisa, desabrochada y con las mangas remangadas, dejaba expuesto un batiburrillo de cicatrices de amores mal curados y lealtades patrias. El rostro malencarado remataba su maldita estampa. Tras el marcial ritual del saludo, puesto al orden, preguntó si se disponía al menos de la clave.

    ―Ha habido suerte ―contestó cuando el vista le dio la clave.

Estiró sus dedos, los masajeó unos con otros y manos a la obra con experta eficacia abrió la caja fuerte ante la mirada atónita de los presentes y el orgullo de su capitán. Cinco minutos le bastaron para la proeza.

    ―Una duda, por favor ―inquirió el vista― ¿sin la clave que habría sucedido?

  ―Cinco minutos más ―contestó escueto el legionario.

 (Suceso real transmitido por mi abuelo Agustín y mi padre)


Ignacio Achútegui Conde 
Logroño, 6 de diciembre de 2019

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