Un riojano en la independencia de Chipre
© Texto: Ignacio Achútegui Conde (Nacho) Portada: Ignacio Achútegui Conde Titular de los derechos: el autor |
La
ciudad de Tánger, desde principios del siglo XIX, acumulaba un ingente número
de espías de todas las potencias europeas. La mayor actividad del espionaje internacional
se dio, con toda lógica, durante la Segunda Guerra Mundial. Las distintas
naciones establecieron sus secretos centros de operaciones en los diversos
hoteles de la ciudad. Todos espiaban a todos, incluso a sí mismos pues no
resultaba extraño que un mismo personaje actuara a doble banda. Durante la contienda, este tenso ambiente se
extendió a Tetuán, capital del Protectorado Español de Marruecos. Ceuta,
territorio nacional español, no formaba parte del protectorado, pero su
localización norteafricana no la hizo del todo ajena a las intrigas políticas.
Acabada la Gran Guerra, Ceuta disfrutaba
de la quietud que propiciaba la luminosidad mediterránea y el nuevo orden
mundial surgido tras la contienda. En los años cincuenta del siglo XX, la
ciudad bullía en su cotidianidad: el mercado, el puerto, los militares… y los
hoteles. Los hoteles resultaban excelentes centros de negocios como otrora lo
fueron de espionaje. ¡Quién sabe! Esa
actividad secreta, tal vez, ¿nunca había cesado?
El hotel Atlante era un soberbio
edificio de grandes salones y regia decoración en la calle de la Muralla de
Ceuta frente al muelle del Comercio. Los viajeros iban y venían, y en el
transcurso de su estancia disfrutaban de sus excelentes servicios. Al fin de la jornada de trabajo, numerosos
viajantes de maleta en mano, militares, funcionarios y algún poetastro, que
glosara las excelencias patrias, tomábanse un merecido refrigerio.
En toda la calle de la Muralla de
Ceuta resultaba del todo imposible tomarse un café o un vino. No existía un
solo bar. Por ello, el salón del Atlante, resultaba un buen lugar para ese café
con excelentes vistas al puerto. Sus precios, aunque sin ser demasiado caros,
distaban de aquellos cuatro reales de un café en la Plaza Vieja donde incluso
por catorce pesetas, la ración de angulas era más que cumplida.
No resultaba habitual la
presencia de una mujer sola en un hotel, pero a aquella mujer de edad madura no
parecían importunarle las miradas. Además, fumaba ―entonces, aún menos habitual
en una mujer―.
Fumar era uno de aquellos placeres permitidos en aquella época sin las
restricciones actuales. Las densas volutas de humo tomaban altura y se disipaban
como los pensamientos de… ―no recuerdo su nombre― digamos Atenea. Sin
embargo, aquellos pensamientos no alcanzaban a disiparse, muy al contrario,
ella los anotaba sobre unas cuentas hojas de papel que rellenaba, tachaba y
reescribía con avidez. De vez en cuando ―a menudo diría―, con gesto
mecánico prendía entre sus labios otro pitillo que habría de consumirse sin apenas
haberlo disfrutado. La escena era contemplada por muchos de los huéspedes con
cierta curiosidad. En la mente de los testigos se podría imaginar una Agatha Christie.
En aquel verano de 1955, un joven
ingeniero de reciente factura, destinado en el puerto de Ceuta, simultaneaba su
primer empleo con las Milicias Universitarias. Hoy, los más jóvenes ni siquiera
sabéis de la mili, pero los hombres debíamos cumplir servicio de armas para con
la patria. Aquellos que cursábamos estudios superiores, lo posponíamos y concentrábamos
ese servicio en dos veranos universitarios. Alojado en el Atlante, observaba
cada tarde los afanosos gestos de quien pone toda su pasión en lo que escribe.
No recuerdo cuál pudo ser la causa de que entabláramos conversación. Así, me descubrió
el contenido de su obra, aquellas hojas sueltas habrían de ser el argumentario
de una serie de conferencias en pro de la independencia de Chipre.
A
4.000 km, Chipre era un hervidero político. Tomada desde 1878 por el Imperio
Británico, en 1955 clamaba por su libertad.
Las ansias chipriotas de independencia se habían extendido por toda la
isla con la celeridad de un reguero de pólvora. Ciertamente, al Reino Unido le
había salido un callo difícil de eliminar.
Deseoso de mantener el enclave estratégico que suponía Chipre, boicoteó
todos los deseos de unión con Grecia de la mayoría grecochipriota y alentó la
oposición de la comunidad turca de la isla. Los nacionalistas chipriotas con el
apoyo de los patriarcas de su iglesia ortodoxa promovían acciones con el fin de
echar abajo el colonialismo británico. Sumábase a todo ello, el conflicto
étnico con los turcochipriotas. No, Chipre no era entonces un lugar donde
reposar con placidez, tal cual aquellos clientes del Atlante ceutí.
Frente
a las límpidas aguas del mar, que permitían ver con nitidez los peces desde la
ventana de la habitación, el humeante té con hierbabuena podía resultar muy
inspirador para la redacción de sus conferencias. Atenea se basaba en unos
folletos en griego y en griego las redactaba, sin embargo, a la hora de
traducirlas a nuestro idioma, a pesar de la buena intención, aquello suponía una
autentica ejecución de nuestra lengua.
Sin saber cómo, me vi ante esa
maraña de textos con la intención de ir corrigiendo «sus distantes conferencias,
vertiéndolas a un correcto castellano». Poco a poco les proporcioné forma y
estilo. Atenea recibía el trabajo con entusiasmo, muy satisfecha por la aportación.
Poder comunicar la situación de su país era fundamental para conseguir el apoyo
internacional, aunque en un estado como España, su actividad pasaba, a decir
del General Boné, destacado militar en la plaza, por sospechosa de espionaje.
De cómo surgió el trato con ella,
no lo recuerdo. De verme traduciendo sus exposiciones, tuvo que ver mi conocimiento
del griego clásico. Me hizo leer uno de sus folletos y apuntó tan solo mi
pronunciación de la letra eta como e larga, tal como me habían enseñado, y
que debía ser una i larga. Por lo demás,
«lo
había leído perfectamente».
Tras sus conferencias, dejó Ceuta
y nunca más, supe de ella. Yo continué
con mi vida cotidiana y tres años después, recalé, ya junto a mi esposa, en los bellos
y fértiles valles de La Rioja y, aunque nacido en Tetuán, fui adoptado por la
tierra de mi padre, que era calahorrano. En ella tuve mis hijos y a ella dediqué
con ahínco mi vida profesional.
Ahora, con la paz y el sosiego
que dan los años y el retiro laboral, en
las conversaciones con mis hijos repaso con nostalgia los distintos episodios
de mi vida y puedo pensar con cierta gracia que una parte alícuota de la independencia
de Chipre me tuvo como protagonista y responsable, que puse «mi granito de arena para su
consecución».
(Suceso real transmitido por mi padre)
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