La chica de los caramelos
Hace
unos días se presentó a mí el Conde de Fisherman, buen amigo. Grata sorpresa,
pues hacía ya mucho tiempo que no tenía noticias suyas. Me entregó unas hojas
sueltas donde a ratos perdidos había escrito su historia. Pidió que la
corrigiera. Conforme fui cumpliendo su petición quedé atrapado por el relato.
Tanto, que me he permitido darle título y hacerlo público. El Conde de
Fisherman tal vez nunca me lo perdone, pero he aquí su obra lista para que
puedan juzgar si era justo que durmiera en el fondo de un cajón.
Prolegómenos
¿Qué
podría contarles sobre ella que ustedes no imaginen? Podría contarles cuál era
su nombre: digamos que Ella. Podría
decirles que me hizo feliz y que a su vera pasé algunos de los mejores
episodios de mi vida. Ella era capaz
de llenar el universo con su luminosa sonrisa y unos ojazos como para libar sus
partes más pudendas. Manejaba el juego del coqueteo como ninguna y, consciente
de su atractivo, se crecía. Siempre supo encontrar una víctima, aprisionarla en
sus redes y ejercer sus hábiles dotes de seducción: la manipulaba, la estrujaba
y al final, ya cansada, simplemente la abandonaba a su suerte.
«¡Suerte tuve yo, de gozarla! Y, ya cansado, de
abandonarla a la suya.»
Deseo
Pero
comencemos por el principio. Fue en las postrimerías del verano hace ya un
puñado de años, en una pequeña ciudad de provincias en la que soy nacido. Ella, de una aldea bucólica y recóndita
de más al norte, en la que se crio en casa de unos abuelos que tan solo le
hablaron de lo divino, nunca de lo humano, menos aún del sexo mundano. Creció
entre animales de granja y chicos de pueblo, que le despertaron el gusanillo
apasionado de la libido, y en su lívido rostro se le encendieron ―para no
apagarse nunca más― las mejillas: falso síntoma de un rubor que jamás sintió.
De talla menuda, me atrajo como el buen perfume. Yo había olvidado que el
veneno se presenta siempre en envase pequeño. La conocí y al instante quedé
atrapado en sus ojos verde bosque, enredado en sus caracolillos mechados de
trigo. La sonrisa seductora…, claro anticipo del festín venidero.
Pasó el
verano, la caída de la hoja marcó la llegada del otoño. Los días fueron poco a
poco perdiendo su batalla contra las noches. El frío se hizo sentir en el lecho
solitario. Las escenas imaginadas, ciertamente ingeniosas, colmaban mi mente
calenturienta. Soñaba, no siempre dormido, con el momento de poseerla.
Pasábamos
juntos la mayor parte del tiempo. El día se nos iba deprisa entre risas y
cafés. Gráciles volutas de humo, que Ella
exhalaba con premeditada pose, desdibujaban su rostro, que adquiría un aire de
misterio, lo que no hacía sino acrecentar mi deseo. Las más de las veces,
embelesado cual imbécil, me quedaba absorto meditando planes de ataque,
simplonas estrategias abocadas al mayor de los fracasos. Las miradas se nos
cruzaban y con coquetería asomaban a su balcón las perlas de su sonrisa. A mi
pensamiento acudió un verso que escribí hace ya algún tiempo:
«[…] que mis ojos, ebrios de vos, nunca
satisfechos, a vuestros ojos tan solo van.»
Excitación
Al otoño
le sucedió el invierno. Tras varios días de acompañarla a su casa ―frustrado y
agotada la mano diestra por exceso de actividad― por fin me invitó a subir.
Cuarto piso sin ascensor de un vetusto edificio en el casco antiguo, húmedo
como suponía yo su sexo. Escaso el mobiliario, apenas unos pocos muebles
desperdigados. En la alcoba tan solo un viejo televisor en un rincón, un catre y
una mesilla de noche donde guardar en el cajón los objetos más diversos, por
ejemplo, una copia de este relato y unos caramelos para la garganta. Sin
calefacción… Antítesis de un nido de amor.
Como dos
adolescentes inexpertos no supimos, sino sentarnos a mirar hacia el rincón. Ni
una palabra, solo hablaba la televisión. Nuestras miradas se cruzaban con
manifiesta inquietud, ¿quién rompería el hielo? Tras unos minutos de eterna
espera, con un movimiento suave y tierno ―mitad espontáneo, mitad estudiado― pasé
mi brazo por sus hombros e incliné su cabeza hacia la mía, posé mis labios en
los suyos y, con cierta afección, le susurré:
―Boquita de fresa ―Ella sonrió con ternura.
A partir
de ese mismo instante, la afección se tornó frenesí, delirio desbocado, sudor
frío, palpitaciones, excitación sin control. La ternura de sus besos, cada vez
más jugosos, competía en buena lid con los míos atropellados, casi violentos.
Las heroicas costuras del pantalón resistieron el brioso empuje del músculo ―irrigado,
recto, fuerte, y duro― que cobraba dimensiones ciclópeas mientras se revolvía
por zafarse de su jaula textil. La presión se me antojaba tormento cruel a la
par que placentera paradoja. La sangre acumulada en las cavernosas entrañas de
tan fiel compañero de momentos íntimos, a menudo… solitarios. David tornábase
Goliat.
El
exceso irrigatorio en mi otrora penoso pene, trajo consigo un déficit en la
consciencia, ofuscó mis sentimientos, nubló mi ―hasta entonces― buen criterio,
y simplemente me abandoné a los más abyectos instintos, reminiscencias del
animal que llevamos dentro.
Revoltosas,
sus manos buscaban hallar el ídolo oculto, premio gozoso, anhelado tótem mágico
de la única religión común a todos los mortales. Caricias, apretones, sutiles
masajes que inducían al pecado. Las mías, nerviosas, recorrían sus piernas ―Tigris,
Éufrates, en el centro Mesopotamia―. Con tacto febril, en plácida ascensión
hacia el encuentro de ellas ―sonrojada― la manzana del bien y el mal deseaba
ser mordisqueada como preámbulo al conocimiento total.
«¡El Edén se me antojaba en el cuarto piso!»
Meseta
La
gélida estancia no invitaba precisamente a ello, pero sus prendas, una a una, cayeron
por arte y gracia de unos entumecidos dedos que ―a pesar del frío, aún capaces―
obedecían a los impulsos más primitivos. Tras su desabotonada blusa emergieron
níveos encajes y puntillas, la más delicada envoltura para unos pequeños
pechos, que se adivinaban deliciosos y que cuando, con afán, arranqué el último
de los cierres, saltaron alborozados. Música celestial sonaba al volteo de
aquellas campanillas, cual de un carillón conventual se tratase. ¡Sonata de invierno!
Tersos y
juveniles ―la muchacha frisaba los veinte, veinte más le aventajaba yo, sátiro―.
Tersos y juveniles, iba diciendo…, coronaban sus areolas unos pezones duros
como el hielo; calientes como la catalítica que no teníamos y que no echábamos
en falta alguna. Con suavidad, mis labios se posaron sobre ellos, ¡aún se
endurecieron más, si cabe! Al contacto pude notarlos pétreos, sabrosos,
salados…, mi lengua jugaba con ellos golpeando, empujando… Ella exhaló un gemido, largo tiempo reprimido, emocionado, sufrido,
bravo, tierno, meloso y profundo.
Sus
delgadas piernas semejaban firmes barrotes que aprisionaban mi encendido cuerpo.
El combate peniano proseguía dramático, claramente a favor de los pantalones
que no cedían ante el empuje de mi sexo. Intenso, el dolor me elevó a una
suerte de estado místico. Anhelante, apenas las fuerzas me alcanzaron, trémula
la voz, para en un susurro, a su oído, exclamar:
―A tu lado camino, mi corazón se desboca, en un
sueño vivo, besando tu boca.
Con un
sentido beso lo rubriqué y Ella
refrendó con un sinfín de ellos: entusiastas, lascivos, interminables. Ella tomó el control, me apartó con
brusquedad, y con una traviesa sonrisa, retiró de mis hombros, fular, blazer y suéter
en un único y habilidoso movimiento. Hacía ya rato que me sobraban. Por fin, se
concentró en el cinturón, el pantalón, la ropa interior… en un gesto liberador
de tanta tensión acumulada. Entre risas, caricias, apretones, guiños y susurros
fue despojándome de toda prenda. Se recostó sobre la cama. Tan solo unas
braguitas, más bien escasas, cubrían su desnudez; las miró con picardía
insinuándome su retirada.
Diligente
y sumiso procedí a ello. Ante mi vista, un gozoso monte. Más allá, el sacro
templo, destino último de tan fervorosa peregrinación. Mi mano recorría el
rasurado paisaje ―piel ardiente, cristales escarchados; formidable contraste―
hacia la entrada de la cripta. Al leve tacto, su vulva se abrió como hermosa
flor oferente. El gineceo acuoso ―tal cual lo había intuido― dulce néctar,
dispuesto para, cual desnudos y libertinos dioses clásicos, entregarnos con
fruición a los placeres de la carne. ¡Cielo y Tierra en perfecta comunión!
Labios
contra labios, incruenta batalla, exquisita danza, armonioso compás a cuyo
ritmo el clítoris medraba. Mi lengua, en sosegada ascensión por aquella colina,
se tomó su tiempo, recreándose, para… después, bajar una montaña. Ocho mil
sensaciones diferentes ―una por cada terminación nerviosa― en un placentero
paroxismo jamás conocido antes por mortal alguno.
Al catar
su sexo, lo encontré dulce, maduro, como fruta de verano. Parafraseándome no
pude por menos que susurrar:
―Boquita de fresa, coñito de melón ―Ella
celebró la ocurrencia con una alegre risotada.
Continué
degustando aquella fruta del bien y el mal. Ella
se deshizo en mil y un gemidos como si nunca pudiera haber una noche más.
Ronroneaba melosa. Bajó sus manos, me cogió la cara, tiró de ella para unirla a
la suya. Una vez más, labios contra labios… Enhiesto, tocaba su puerta en
solícita llamada a traspasar el bendito umbral y acogerme a sagrado.
Aún había de posponerse ese crucial momento, retiré mis caderas de sobre las suyas. Con las yemas de los dedos, recorrí su cuerpo en sentido inverso, me detuve apenas unos instantes en sus campanillas, un pequeño soplo en su ombligo provocó nuevas risas. Su cuerpo convulsionó como surcado por un rayo. Mi mente se solazaba cada instante. Continué viaje abajo. Con ambas manos rodeé la plaza donde se obraría el último acto y descendí cada una de ellas por sus piernas. Las risas aumentaron al tiempo que jugueteé con los dedos de sus pies, mordisqueándolos, y los acaricié con la lengua. Ella correspondió tomando mi pene con sus manos, lo masajeó con ternura, acercó su boquita sonriente y comenzó a lamerlo. Su lengua recorría de abajo arriba, de arriba abajo el fuste erecto mientras con los dedos amasaba amablemente. Mi excitación creció por momentos cuando se lo llevó a su boca. La sentí húmeda y caliente como un baño turco. Inició un movimiento de vaivén: bajando, subiendo…De vez en cuando su lengua se detenía y, pícara, se divertía. La temperatura de mi cuerpo se elevó de manera notoria. Llevado al punto de ebullición ―a un soplo de sobrarse― Ella apartó el fuego, ronroneó de nuevo, se estiró como una gatita, alargó su brazo hacia la mesilla, abrió el cajón y de un pequeño paquete de caramelos de mentol para la garganta ―extrafuertes― extrajo uno y comenzó a degustarlo con ganas. Sus besos resultaron más frescos.
Volvió
al punto donde lo había dejado y una extraordinaria sensación de ardiente
escarcha me envolvió. ¡Extraña dualidad! Sus labios bajaban, subían, bajaban,
subían, bajaban… De nuevo fui llevado al punto de ebullición y allí se mantuvo,
constante, controlando el hervor. ¡Cuerpo y mente, en prolongada tensión!
Esta vez
fui yo quien apresó su cabeza, la distancié de mi entrepierna y acerqué su
rostro al mío. De nuevo enlazamos nuestras bocas…, un frescor invadió la mía. Busqué
en el interior de la suya el causante de tanto placer. Con un hábil movimiento,
lo robé para mí. Nos enzarzamos en una divertida disputa por su posesión. Ella permitió que se lo arrebatara.
Satisfecho con el trofeo me despedí de su boca e inicié el regreso, hacia su
sexo expectante. Fui despacio, sin prisa, atraqué en cada puerto, tomé sus
bellas mercancías y supe que al final de tan larga travesía, Ítaca no me
engañaría.
De
nuevo, víme ante el ardiente ochomil. De un soplo, lo cubrí con un manto
helado. Volví a coronar su cima con mi mentolada lengua, noté como esa insólita
impresión no le disgustaba ―aquella sonrisa se manifestó más certera y pude
escuchar a lo lejos, ¡cual canto de sirena!, como el ronroneo se acrecentaba―. Ella, sugestiva, incitábame a beber de
su fuente. Al contacto con mis labios de hielo, sus aguas cálidas mudaron como
extraídas de los profundos dominios de Poseidón.
Absorto
me hallaba en libar con esmerada dedicación aquellas aguas, cuando el caramelo
aprovechó la situación, tomó la iniciativa y fue a escaparse hacia ella. Tras
un primer instante de nerviosa perplejidad, una cascada de risas apuntó a que
todo iba… ¡no bien, sino mejor! El caramelo se internó a través de la anegada
cavidad, buceó contracorriente para, al fin, dejarse llevar de retorno.
Obstinado, volvió a perderse ―esta vez con toda la intención― y, errante,
anduvo de una cavidad a otra. Tanto ir y venir, por entre unos labios y otros,
fue menguando en tamaño y en capacidad para ofrecer placer. Necesario fue
reponerlo.
Yo mismo
cogí otro del envoltorio, lo puse en mi boca y con la lengua lo empujé hacia el
interior de Ella, que en un brioso
movimiento de contracción lo atrajo para sí con deleite. Este segundo caramelo
navegó en pos de su gastado compañero. No lo halló ―había sido consumido en aquel
bravío océano―. Llegó al último confín. Ella
relajó la musculatura. Amainó la fuerza succionadora y lo mantuvo al pairo.
¡Ahora sí!, la intensidad glacial se disparó a la par que nuestras feromonas.
«¡Imposible fue resistirse a la llamada animal!»
Clímax
El tiempo parecía no existir en aquella alcoba. Los
escarchados cristales…
«¡¿Quién se fijaba en los cristales?!»
En esta ocasión, no llamé a las puertas del santuario ―abiertas las encontré, en toda su plenitud―. Directamente, ¡entré! Nuestras caderas se acoplaron en acompasada cadencia: Ella marcaba el ritmo pausado, gemido a gemido, yo la seguía. Sin prisas, disfrutándonos a cada caricia. Con suavidad me deslizaba dentro de Ella: adelante, atrás, adelante… Elástica, se ajustaba como un guante. Cada impulso me acercaba más y más al fondo, allá donde me esperaba el caramelo. El placer de surcar sus aguas solo era superado por la emoción de llegar a él y embestirlo con la fuerza de una nave corsaria. Todo un repertorio de sensaciones desconocidas hasta ahora se adueñaría de mí.
Nuestros cuerpos se estremecían. Sendos jadeos surgían guturales, cuando comenzó a escucharse un sonido lejano ―Vagina Seminova interpretó un virtuoso solo de órgano―. La hilaridad del suceso no nos distrajo de nuestras carnales maniobras. Poseído por el demonio, desechado todo raciocinio acometí con ímpetu el abordaje. ¡Truenos, rayos y centellas! Fuego y hielo en paradójica conjugación.
Una
intensa pira me quemaba por dentro. A punto de estallar, soporté con agrado, cuanto
pude, el doloroso placer. Conducido al límite de mis fuerzas, delirante, abandoné
toda resistencia y… me dejé llevar: ráfagas eléctricas recorrieron las entrañas
de mi cuerpo. Sacudido por desenfrenados espasmos, derramé en su cuenco el
hirviente contenido de mi vasija, veraz elixir de vida, auténtico maná que ―anhelante
de ella― penetró a través de su densa oscuridad, cual fugaces destellos de luz.
Gloriosas trompetas victoriosas resonaron en mi mente:
«¡La ciudad de las palmeras había
caído!»
Resolución
Feliz
hallazgo el de aquella muchacha. ¡Eso creí entonces! Ya dije anteriormente que
con Ella pasé algunos de los mejores
episodios de mi vida. Las risas y los cafés aumentaron, como lo hicieron mis
visitas a aquel destartalado cuarto piso. Al final de una dura jornada Ella, ligera de ropa, esperaba en el
lecho mi llegada; o como náyade del río, tomando un baño. Yo, sátiro ―dispuesto
a perseguirla y tomarla― vivía en una constante erección.
Ella, siempre voluptuosa, invitaba con
cada mirada, cada sonrisa, cada gesto… Yo, siempre presto, atendía su llamada
recurrente. Libres y salvajes ―cual criaturas de aquellos bosques― nos
entregábamos con dedicación.
Comenzó
a visitarme en el trabajo. Esperaba al cierre ―no siempre― y su juego seductor
acababa en un apresurado apareamiento contra la pared. ¡Nunca antes había
conocido a una muchacha con tal apetito copulativo!
El
almacén, su oficina, el salón —mientras su madre faenaba en la cocina―, los
aseos de un viejo café, y ―ya en verano― en el parque. Cualquier escenario
podía ser adecuado. Hubo noches en que no llegamos a alcanzar el cuarto piso:
buzones, escaleras y contadores de luz fueron mudos testigos de nuestras
prácticas amatorias.
Ella se mostraba muy receptiva. Así se
lo hice saber en cada ocasión en que yo escanciaba mi esencia en su interior.
Dos amplias sonrisas siempre me recompensaban: una perlada, la otra…
La humedad resultó ser una constante. Su sexo, al igual que su piso,
exudaba incesante. Cualidad consustancial por su propia naturaleza: si su
fuente se secaba Ella moriría.
También se decía de las náyades que sus aguas eran medicinales, pero con Ella mis dolores de espalda no hicieron
sino empeorar.
Llegué a quererla, ¡ese fue mi error! Discreta, fue tejiendo una sutil
telaraña a mi alrededor. Poco a poco me enredó en ella y cuando me tuvo
esclavizado a sus pies, comenzó a manejarme como una marioneta. Sus caprichos,
órdenes inexcusables, fueron en aumento. Agigantaron su soberbia. Su carácter
veleidoso se manifestó tal cual: si en primera instancia Ella ansiaba mis atenciones más íntimas, al poco, yo corría el
peligro de sufrir su venganza por haberme bañado en sus aguas y bebido de
ellas. Volverme loco y ciego era su castigo al presunto sacrilegio.
Jugó conmigo a dejarme y tomarme ―como había hecho con todos sus amantes―.
Aquel juego me irritó. Fue por lo que, a la par que sus desvaríos fueron
creciendo hacia lo intolerable, nació en mí una idea: por una vez sería su
amante el que la abandonara.
Quinientos cincuenta días de gozo y dolor. Una mañana de abril. Una
esquina… El reloj Bergerón marcó la hora. No lo consulté, sabía perfectamente cual
era: justo la hora de partir. En el Muro de San Blas de un tajo corté las
amarras. Un viento fresco infló mis velas. ¡Puse rumbo a la libertad!
Tardé en olvidarla lo justo y necesario. La niebla del tiempo fue
desdibujando su recuerdo. Creo que ella nunca lo consiguió. Nunca entendió que
la dejara. Tal vez lo que no pudo fue perdonarme que lo hiciera.
Ya expliqué que esta era una ciudad pequeña. Supe de sus nuevos amantes, de sus nupcias, de sus fracasos… De vez en
cuando me cruzaba con ella. Jamás volvió a hablarme, ni siquiera un adiós por
la calle, la mirada desafiante, orgullosa. Poco a poco sus noticias iban
espaciándose hasta que no volví a saber nada.
Entre
tanto mi vida dio nuevos giros: cambié de ocupación e inicié una nueva relación
amorosa.
Al cabo
de los años, una noche de invierno ―siempre el invierno…―, volvió a mí. Lo hizo
tras enterarse de que regentaba mi propio negocio y que me iba bien. Vino como
si el día anterior nos hubiésemos despedido con un hasta mañana. En sus ojos
verde bosque se traslucía la tristeza de quien no había llevado buena vida, sus
caracolillos ya no mechaban de trigo y un incompleto rosario de perlas asomaba
por donde antaño exhibía aquella sonrisa seductora. A pesar de ello la reconocí
y, al instante, comenzó a hablar nerviosa.
Me contó
los últimos pasajes de su historia. Su relación con su hija adolescente. Habló
de sus poesías y de tiempos pasados. Entornó sus ojos, al tiempo que mesaba sus
maltrechos rizos en una maniobra presuntamente seductora para, por fin,
conducir la conversación al meollo:
―¡Qué buenos recuerdos! ―exclamó ella,
mostrando torpemente sus cartas―. ¡Sobre todo en la cama! ―continuó.
Una
sonrisa quiso esbozarse en mi rostro, ¡pero no!
―Yo no guardo nada ―cortante, le espeté.
Siguió
con su narración y me explicó que se marchaba de vuelta a sus orígenes, tras de
una nueva vida para su hija —en realidad, pensé que lo hacía por ella misma
para huir de su reputación.
De nuevo
destapó sus oscuras intenciones cuando me ofreció ―como sin importancia― su
teléfono, que yo rechacé. Continuó contándome sus cuitas. Insistió, dijo saber
que me iba bien en mi relación con mi esposa y me lo ofreció otra vez.
Le
expliqué que era feliz. Que no la necesitaba. No me lo iba a jugar a todo o
nada por un número. Persistió en el asunto ―ya de manera directa― con el
argumento de que mi esposa no tenía por qué enterarse: bien podría yo guardarlo
en mi agenda con otro nombre. Esta vez tuve que ser rotundo.
Hasta
tres veces llegó a proponérmelo y ¡hasta tres veces negué! En esta ocasión no
hubo ni canto de gallo, ni llanto.
Me
despedí con el sincero deseo ―expresado― de que todo le fuera bien. Y con el
deseo ―silenciado por la educación que me han legado mis mayores― de no
volverla a ver jamás.
Así fue.
Nunca volví a saber de ella. La supongo refugiada en sus ríos y bosques, que
nunca debió abandonar.
Desencantado
de falsas diosas paganas, un antiguo verso vino a mí:
«[…] yo lo aprendí, aquella
quimera, amor de invierno; nunca más volví.»
Ahora
que ya peino alguna cana ―Conde de Fisherman me nombran―. Sade y Bradomín:
“aristocríticos”, ¿me avalarían?
Méritos:
«[…]
mi historia, algunos casos que recordar no quiero» ―Genial Machado.
O tal
vez, ¡sí!
Y,
ustedes, lectores míos…
¿Qué
podrían imaginar que no les haya contado?
Epílogo
Ustedes,
que ya leyeron ―o quizá escucharon a alguien que les leyó― lo que arriba se
contó, sean benevolentes si los sucesos no fueron de su agrado, o bien, el
estilo narrador no les pareció el más apropiado. De lo primero nada puedo
excusarme. Se escribió tal cual sucedió. De la segunda cuestión diversas serán
las opiniones, cada cual la suya tendrá según sea su gusto en uno u otro estilo
de narración. Insisto en su benevolencia ―nunca antes algo parecido escribí―,
virginal me vi en estas lides del erotismo literario. Buen empeño puse, mejor
hacerlo, capaz no fui. Si no les gustó, su silencio me lo hará saber, si por el
contrario, disfrutaron con la historia, una sonrisa será suficiente… mas un
aplauso sonaría mejor.
Muchas
gracias:
Conde de Fisherman
-FIN-
No, todavía no…
De
bien nacido es ser…
Agradecido
a quienes con su influencia y algún que otro préstamo han contribuido a que
haya escrito este relato. No pretendo compararme con ellos, ¡son maestros!
Algunos literatos: Marqués de Sade, Valle Inclán con su personaje el Marqués de
Bradomín, Machado, Kavafis, Espronceda. Otros, compositores y cantantes: Víctor
Manuel, Aute, Sabina, Krahe, Maná, Luis Advis. Incluso personajes de ficción:
el citado Bradomín, y el capitán Haddock.
También
debo agradecer a las mitologías y tradiciones griega y cristiana.
A
la maravillosa película El inglés que subió
una colina y bajó una montaña.
A Mayra Romero Ruiz art_in_may, dibujante novel, por su magnifica pintura para ilustrar este relato.
A Floren, cantautor y buen amigo, por enseñarme por medio de la canción de Eladia Blázquez que «no es lo mismo que vivir: honrar la vida».
A
Javier, otro buen amigo, por esos otros puntos de vista tan personales, tan
irónicos y por encarar la ardua tarea de leer en público las vivencias del
Conde de Fisherman. Por su condición de caballero, no dudé de que supiera
recogerme el guante con elegante satisfacción.
Al Café Clásico de Logroño por cederme un espacio, entre cafés y copas, donde escribir este relato y donde se estrenó 2012 en la voz de Javier García García-Quintana, novelista, dramaturgo y cantante riojano, en la noche del 19 de octubre, con una favorable acogida por el público.
¡Ahora, sí!
-FIN-
Ignacio Achútegui Conde
Logroño, enero de 2012
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