Un zurito, un euro



© Texto: Ignacio Achútegui Conde (Nacho)
Dibujos bajados de internet y retocados.
Titular de los derechos: el autor




















Mi relación con la cerveza tuvo su rito iniciático siendo yo muy niño. En la casa de la sierra donde pasábamos las vacaciones de verano, en un gran salón, junto a la chimenea, en sendos sillones orejeros estampados, mi padre y un amigo disfrutaban de animada conversación. Refrescaban sus laringes con un par de botellines de tal bebida. No recuerdo la marca, pero dada la época bien podía tratarse de Skol, el Águila o San Miguel. Sí recuerdo que, ante mi curiosidad, mi padre contestó que le gustaba su sabor amargo y que cuando yo fuera mayor ya la bebería, aunque sí que me dio a probar un mini sorbito.

La historia es tildada de apócrifa por mi familia: yo era muy pequeño, y mi padre no lo recuerda en absoluto, sin embargo, yo no albergo ninguna duda sobre su veracidad.

Ya de jovenzuelo cuando comienzas a salir con esos chicos que ya no son los hijos de los amigos de tus papis (algunos nada deseados por ellos),  íbamos de cañas y a echar la partida a una cervecería del barrio. Treinta y cinco años después aún existe con otro nombre y otra decoración; las mesas de formica con las patas salpicadas de óxido y las colecciones de llaveros y búhos de la suerte han dado paso a un ambiente, al más puro estilo bávaro; no hay más colecciones que las famosas jarras de cristal o cerámica de litro.

Años después, tras diversas vicisitudes, y ya reconvertido en tabernero, sirvo innumerables cañas y cortos durante la dura jornada laboral.

Aquella mañana se presagiaba como cualquier otra. El reloj ya había desplazado sus manecillas a la hora mix: amas de casa en interminable conversación, y uniformados y grises hombres de negocios. Aquellas, en las mesas; estos, en la barra. Las vocingleras cuadrillas iban apareciendo por la puerta pidiendo sus chiquitos de vino y cerveza. El presagio de normalidad se fue cumpliendo exacto, como un rito religioso. Hasta que…

            —Buenos días, por favor, dos vinos y un zurito ―pidió el cliente.

            —Perdón, ¿dijo dos vinos y…? ―contestó el camarero.

            —Sí, dos vinos y un zurito ―repitió el cliente.

El camarero puso los dos vinos y se hizo el remolón. El cliente cayó en la cuenta y añadió:

            —Y un corto de cerveza.

El camarero con una sonrisa no tuvo ningún reparo en tirar de grifo y servir un excelente corto de espumeante cerveza, acompañada de una tapa de patatas fritas.

Los clientes de manera divertida charlaban de sus cosas y se pidieron una nueva ronda.

            —Por favor, otros dos vinos y un corto —esta vez aparcó su vocablo foráneo y utilizó el local.

Atentamente fueron nuevamente servidos. La charla continuó un ratillo más y llegó la hora de pedir la cuenta.

            ―Nos dices lo que te debemos —dijo el que había pedido―, son cuatro vinos y dos zuritos, bueno cortos, ¡es lo mismo!

            —Se equivoca, caballero, aquí se llaman cortos, zuritos es en su tierra.

            —¡Pero es lo mismo!

            —No, no es lo mismo. El corto son ochenta céntimos y el zurito un euro.

Confuso, el cliente insistió en que era lo mismo.

            ―¿Cómo va a ser eso?

             —Por los gastos de traducción simultánea ―respondió riendo el camarero, a lo que los clientes replicaron con una buena carcajada.


Ignacio Achútegui Conde
Logroño, a 16 de febrero de 2015

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