Cap. 1º. El secreto de Layla



OBRA REGISTRADA:
Fecha: 18/08/15
Nº de registro: LO-165/2015
Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de La Rioja
© Texto y fotografía: Ignacio Achútegui Conde (Nacho)
Titular de los derechos: el autor










El secreto de Layla



¿Qué harás cuando te encuentres sola
y nadie esté esperando a tu lado.
Has estado corriendo
y escondiéndote durante demasiado tiempo.
Eric Clapton



E
l interrogatorio había transcurrido como si de una conversación informal  se tratase. El teniente de la Guardia Civil en un tono amable me preguntó sobre los hechos, y dejó que yo me explicara. El otro agente tan solo escuchaba con gesto serio. Al tiempo de terminar la…, digamos charla, el teniente añadió:


            ―¿Puedo hacerte una pregunta delicada?                                                             

Intuyendo por dónde iban los tiros afirmé con naturalidad. El teniente, hombre directo, inquirió:

―­­­¿Has tenido relaciones sexuales con ella?

Esta situación era extraña para mí, nunca antes había tenido que declarar ante la policía; en todo caso, hubiese imaginado la escena en una triste sala sin ventanas y una luz mortecina ―demasiadas películas de cine negro―. Sin embargo, ahí estábamos, dando un paseo por los jardines de mi centro de trabajo, los dos guardias civiles de paisano y yo, en animada conversación.



T
odo había comenzado unas semanas antes. Por aquel entonces, yo tenía otro trabajo para complementar un sueldo que a todas luces resultaba escaso. Los sábados noche atendía la barra de un viejo y decadente café conocedor de mejores tiempos, cuando era el local con más encanto de la ciudad. Allí, entre copas y cafés, descubrí la mirada de Layla. Al instante quedé cautivo de aquella joven princesa mora. Una revuelta y oscura melena coronaba su cabeza; piel de color variable según la luz, entre rojo canela, miel y amarillo azafrán; grandes ojos, plenos de embrujo, y una amplia sonrisa. De no ser por los claros atributos femeninos diría estar ante un magnifico ejemplar de león del Atlas; en cualquier caso, la más cálida diosa del desierto a cuyo húmedo oasis, el cansado viajero anhelaba llegar.

Unos pocos sábados fueron suficientes para entablar conversación más allá de la cortesía debida con el cliente. Solía vestir vaqueros ajustados y blusas ligeras, atuendo muy distante de las directrices de  la cultura islámica. Hablamos, reímos. Indagué sobre ella, trabajaba en un local cercano. Deseoso de adentrarme entre las tostadas dunas de su piel, no dudé en visitarla un par de ocasiones. Conectamos a pesar de la diferencia de edad.  

Atrevida en sus maneras, me hizo suponer que aceptaría la invitación para una velada que yo no podía por menos que imaginar que fuera de aquellas que crean época. No supuse mal: Layla aceptó con un gesto amable. Convine en recogerla a las diez de la noche, al terminar su turno. Aquella tarde de la cita la ocupé en preparar una romántica cena con flores, música y velas —siempre fui un clásico en materia de requiebros— todo ello regado con un blanco seleccionado habían de crear la atmosfera apropiada. Nada hacía presagiar la aventura en la que iba  a verme involucrado.



E
ntre tanto, el personal de aquellas instalaciones donde yo prestaba mis servicios de vigilante de seguridad andaba un poco mosca, pues a pesar de que no iban de uniforme, aquellos dos hombres cantaban sobremanera a “picoletos”. Yo había recibido esa misma mañana, temprano, una llamada en mi móvil para citarme en la comandancia; pero, instado por mi interlocutor, ofrecí que se acercaran a mi trabajo, no sin antes solicitarles discreción y que lo hicieran de paisano. Mi primera actividad era en el sector de la seguridad privada, aunque ya he comentado que me sacaba un sobresueldo como camarero los sábados.

            ―Acudí puntual a la cita ―expliqué a los guardias―. Aquella noche del viernes tenía libre y pensé en darme una alegría con ella ―proseguí.



A
cudí puntual a la cita. Ella había salido unos minutos antes, según me dijo su jefe. Extrañado, la llamé al móvil. No contestó. Esperé varios minutos en la calle a que ella apareciese. No lo hizo. Insistí con el teléfono, pero  nada. Seguí a la espera mientras paseaba inquieto de una esquina a otra. Las calles se me hicieron tristes y vacías a pesar de la multitud que las abarrotaba. Tras un largo tiempo decidí marcharme. Me tomé una copa y, desengañado, regresé a mi casa. La sensación de haber sido burlado se apoderó de mí.

Al día siguiente por la noche, como era habitual, fui a trabajar al café. Todo estaba igual que cualquier otra noche: las mismas caras, el mismo humo de tabaco y las mismas risas.

            ―¡Tres cafés solos, dos carajillos…!

            ―¡Un gin tocnic de Gordon's, otro de Beefeater….!

Los pedidos se sucedían en un creciente murmullo que me aislaba como si fuera un mantra. Un intenso fuego me quemaba por dentro, ansioso por distinguir su sonrisa entre la gente. Esperaba que apareciese en cualquier momento. Tenía que haber una explicación lógica, Los minutos parecían eternos y… simplemente no supe nada de ella.



L
os guardias me escuchaban con atención, sin apenas interrupciones. Hacía un día esplendido de otoño, caminar por aquellos jardines era una delicia. El oficio de vigilante llegaba a ser muy monótono y las horas pasaban muy lentamente. Llevaba destinado en aquel servicio bastantes años y lo conocía a fondo. Se trataba de un complejo del gobierno en el que, además del funcionariado asignado, existía mucho personal externo que a diario debía pasar por el control de seguridad, a pie o en vehículo. En nuestro paseo, hubo numerosas ocasiones en que me dirigían amistosos saludos; tenía ganado el respeto de todos ellos al compatibilizar rigor y cordialidad en el ejercicio de mis funciones, minimizando las obligadas molestias.

Había comenzado muy tranquilo tras dejar a mi compañero a cargo del control y así de tranquilo continué hasta acabar mi relato. En aquel momento no lo pensé, pero ahora creo que esas circunstancias pesarían en la opinión que se estaba forjando en las mentes de los investigadores a medida que yo iba desgranando la historia.



E
l fin de semana transcurrió con normalidad entre uno y otro empleo. Layla seguía sin dar señales de vida. Ya no me preocupé más. Intento fallido y ya está. El domingo finalizaba sin nada reseñable. Tocaba cambio de turno y pasé a hacer la noche, diez aburridas horas pendiente de las cámaras de vigilancia. De cuando en cuando, sin una rutina fija, me levantaba de mi puesto, tomaba los manojos de llaves de todo el complejo y equipado con una potente linterna escudriñaba cada rincón en busca de alguna incidencia que notificar a mi central.

            ―Parque, 13-18 ―comuniqué a  través del walkie para indicar la falta de novedades.

            ―Central, 13-20 ―contestó una voz de mujer.

            «¿Por qué había de ser femenina?» —me dije en la soledad de la noche.

Si el oficio de vigilante era mayoritariamente masculino, el turno nocturno resultaba copado; sin embargo, en las centrales, al cargo de las comunicaciones abundaban las mujeres. En la actualidad, la tendencia ha ido cambiando.

La noche envuelve de misterio la realidad, le da un aire melancólico. Mantener la cordura cuando la soledad se apodera de uno resulta imprescindible. Los recuerdos…, la ausencia de quien se amó con locura se evidencia en esos momentos, siendo todo un reto sobreponerse a ellos. Un hombre maduro y divorciado como yo, no podía por menos que —tras haber probado las mieles del placer conyugal— añorar el calor femenino. Era por ello que andaba siempre buscando su presencia metiéndome en algún que otro lío, no todas las mujeres que procuré resultaron las más idóneas.

Seguí con las rondas. Las oficinas, los hangares, todo en orden. La oscuridad retrocedía vencida por la linterna y ante mi vista aparecían maquinas y vehículos de servicio. Tras el último portón, la flota de automóviles de lujo —Audi 6 y  A 8— del gobierno.

            «¡Que despilfarro! —juzgué para mis adentros—, una comunidad pequeña como la nuestra, con carencias sociales importantes...»

            ―Parque, 13-18 ―siempre al final de cada ronda…

En las dos noches siguientes no hubo ningún suceso que rompiera la tranquilidad. El miércoles de madrugada, en medio de la calma, comenzó a sonar «The house of the rising sun», maravilloso tema que yo había elegido para las llamadas entrantes de mi móvil. Lo saqué del bolsillo y en la pantalla leí Layla. Descolgué, nada se escuchaba por el auricular. La llamé por su nombre un par de ocasiones y nada. Volví a hacerlo, entonces en un susurro casi imperceptible escuche su voz.

            —Ayúdame, por favor —imploró Layla. Apenas podía oírla, parecía llorosa.

            —¿Pero qué te pasa? —respondí—. ¿Qué pasa?

No obtuve ninguna respuesta, la llamada ya se había cortado; en realidad, no sé si ella pudo oírme. Me quedé un tanto perplejo tratando de desentrañar lo que sucedía, sin llegar a conclusión alguna. En ello estaba, completamente ensimismado, cuando de nuevo sonaron The Animals. Era Layla.



H
asta ahora no me habían interrumpido en ningún momento,  pero esta vez el teniente no pudo reprimir su interés y preguntó si pude  hablar con ella. Ante la respuesta afirmativa quiso saber sobre la conversación.



L
ayla se expresaba con voz torpe a causa de la congoja. Que lograra hacerse entender requirió su tiempo.

            —Ayúdame, por favor —repitió—. Necesito ayuda.

            —¡Joder!, ¿qué te pasa? —Comencé a preocuparme.

            —Estoy encerrada, no puedo salir —sollozaba—. Me han encerrado a oscuras y no me dejan salir. Tengo miedo.

            —¿Pero, quién te tiene? ¿Cómo? —Mi desconcierto iba en aumento.

            —Me han metido en un…—La línea se cortó.

Veloz, marqué su número, pero no atendió la llamada. Tras varios intentos, por fin descolgó. Comenzó a hablar con un hilo de voz entrecortado por el llanto, por lo que entenderla con claridad se me hizo harto difícil. Dijo no saber dónde estaba, unos hombres la habían introducido en un coche aquel viernes y llevado a algún lugar sin luz ni comida. Me llamó varias veces por mi nombre para pedir que la ayudara. Otra vez se cortó, pero enseguida volvió a sonar el teléfono.

Todo aquello me resultó muy raro, realmente inverosímil. Sorprendido, le hice varias preguntas que sin dejar de llorar respondió. Recuerdo que le pregunté por el móvil; supuse que lo primero hubiera sido quitárselo; claro, que la contestación lógica fue que lo había logrado ocultar… Extraño, muy extraño, a decir verdad, increíble.

Pude seguir hablando con ella durante un buen rato, yo no sabía qué pensar. Algo revoloteaba en el aire que me impedía creerme su historia. No hubo ni una sola contradicción que me mostrará que todo fuera una invención, una broma de mal gusto,  así que lancé un órdago.

            —Voy a avisar a la policía —le expliqué—. Yo  no puedo hacer nada más.

            —Sí, la policía, vamos llámala—rogó—. Por favor, llámala.

Mi sensación empezó a cambiar. De ser una broma, ella hubiera retrocedido ante la gravedad del aviso a policía; ¿quién sabe?, tal vez el atrevimiento de una muchacha inconsciente y mal criada fuese tal… No sé, viniendo como lo hacía de un país árabe me pareció que el miedo a la policía superaría las ganas de chanza. Ella siguió reclamando que la avisara. Así que inmerso en un mar de dudas decidí que lo mejor era hacerlo.

Me despedí. Layla hizo lo mismo.

            —No tengo saldo, recárgame el móvil —añadió antes de colgar.


            —No puedo abandonar mi puesto —me excusé, hasta las ocho no puedo.

            —Por favor, por favor…—suplicó.

            —Está bien, te lo hago, pero a las ocho —zanjé.

Tras dejarla más calmada, me tomé unos minutos para recapacitar. La situación me sobrepasaba. Y, ¿si fuera cierto? Reconsideré todo lo sucedido y decidí, por si las moscas, ponerlo en conocimiento de la autoridad. Nunca podría perdonarme que algo serio pasara sin haber hecho nada por evitarlo.

            —¡Vaya jodido lío! — exclamé como si hubiera alguien que me pudiera escuchar.



E
l agente de policía que me atendió pidió mi filiación. Para ganar credibilidad, ante lo insólito de la historia, añadí que era vigilante de seguridad; cuál era mi empresa; y que en ese momento estaba de servicio en las instalaciones del gobierno, al cargo entre otros, del coche del presidente y que no podía abandonar mi puesto. Insistí mucho en que había ciertos pormenores que no me cuadraban, pero que…

            —No ha sido puesta ninguna denuncia —acotó el policía.

Ante mis dudas me aseguró que hacía lo correcto. También le extrañó lo del móvil, que no se lo hubieran arrebatado. Quedamos en que yo recargaría su saldo tan pronto como pudiera y que me acercaría por la comisaría.

Amaneció y pronto fue llegando el personal, al principio como a cuentagotas, luego ya de manera más continua. Quien había de darme el relevo se retrasó como todos los días. Esta costumbre suya ya le había costado más de un encontronazo entre los compañeros. En este servicio éramos tres vigilantes, el más joven, casi un crío, y yo siempre nos dábamos el relevo con puntualidad. Hicimos buena amistad, de hecho seguimos viéndonos con frecuencia. En la actualidad es guardia civil.

Al poco de salir, aparqué mi vehículo en doble fila junto a un cajero automático, le recargué a Layla la tarjeta del móvil con veinte euros. Fui a la comisaría y enseguida me vi en un viejo despacho, bajo la mirada atenta del rey, contando de nuevo la historia ante un par de policías uniformados y uno de paisano. Coincidieron en observar ciertas lagunas en los hechos, si bien consideraron que era mejor tomarlos en serio por si acaso.

Cansado después de toda una noche de trabajo y nervios, marché a casa a dormir. A la noche debía volver a mi puesto.

Antes de incorporarme, me acerqué por la comisaría. Había novedades, los padres y una hermana estuvieron denunciando la desaparición, con que, a pesar de las dudas y las extrañas circunstancias, un dato era cierto: Layla había desaparecido. Desde el viernes por la noche nadie sabía de ella y ya era miércoles. En verdad que chocaba aquella historia. ¿Por qué los padres, emigrantes marroquíes, tardaron cuatro días en reclamar a la policía? ¿Tenían algo que esconder? Un suceso posterior habría de enmarañar todavía más la madeja.

La noche transcurrió con toda normalidad. También las siguientes.

            ―Parque, 13-18 ―siempre al final de cada ronda…



A
quel lunes había amanecido un día precioso. Aunque me correspondía el turno de tarde, tenía un acuerdo con mi joven compañero y yo hacía sus mañanas,  él mis tardes. En central no se metían en esto, el servicio quedaba cubierto.

Sonó mi móvil, un número privado. Una voz de hombre, tras dar los buenos días, preguntó por mí. Afirmé y se presentó. Llamaban de la Guardia Civil, querían hablar conmigo sobre Layla.

Instado por mi interlocutor, ofrecí que se acercaran a mi trabajo, no sin antes solicitarles discreción y que lo hicieran de paisano. Cuando los guardias llegaron, salimos a hablar por los jardines, el día invitaba a hacerlo, y preferí tener algo de intimidad, no quise quedarnos en mi puesto, donde cualquiera podría escucharnos. Inmediatamente explicaron el motivo de su visita y me pusieron al tanto sobre las novedades:

La noche anterior hacia las 22h el empleado de una gasolinera de un pueblo cercano a la ciudad había telefoneado al 062, Guardia Civil. Una patrulla se acercó al lugar, junto a un conocido club de carretera. Allí, tomando un hirviente café con leche, abrigada con una manta, encontraron a la joven Layla, algo escasa de ropa para las frescas noches que había pasado fuera, quién sabe dónde…; pero en buen estado. Taciturna, no supo dar muchos detalles de cómo había llegado allí. Fue llevada al hospital para un reconocimiento médico que confirmó su buen estado.

Cuando el teniente hubo terminado, pidió que le narrara todo lo sucedido y comencé mi relato procurando ser metódico y no dejar ningún cabo suelto. Hablé casi sin interrupciones: cómo la conocí; cómo quedé con ella y que no apareció, y cómo —tras unos días desaparecida— me llamó al móvil pidiendo socorro. Una historia extraña que los guardias me habían completado. Una hora después se despidieron y abandonaron el recinto en el vehículo camuflado.

―­­­¿Has tenido relaciones sexuales con ella? —había preguntado el teniente.

Me quedé pensativo dándole vueltas a lo que el otro agente me dijo cuando hube contestado.



P
asaron algunos días. Layla, sus hermanas y yo nos vimos en el café. Habíamos quedado tras telefonearme.  La encontré guapa, muy guapa. Nada podía indicar que días antes hubiera desaparecido en circunstancias anómalas. Celebraron mucho el que yo hablara con la policía e insistían en el secuestro, a pesar de lo raro de la historia. No paraban de agradecer mi intervención. Una de sus hermanas me abrazó con fuerza.

            —Gracias, muchas gracias —recalcaba a la par que sembraba de besos mi rostro.

Esos besos tan efusivos, tan poco apropiados según la moral de su gente… Claro que ellas estaban muy occidentalizadas. No cesaban de darme las gracias. De reojo, volví a pasear mi vista sobre Layla, no había perdido peso, detalle curioso si, como dijo, no tenía comida. Cuando las vi marchar me propuse no tener nada más que ver con ellas.   



T
ranscurrió algún tiempo sin que supiera nada. Yo hacía mi vida normal, del trabajo a casa, y de casa al trabajo, los sábados seguí haciendo horas en el café. El jefe quiso hablar conmigo sobre lo sucedido

            «¿Cómo se enteraría?» —me pregunté en silencio.

La respuesta vendría enseguida. Según me refirió, tanto la Policía Nacional como la Guardia Civil se personaron en el café a conversar con él. Hablaron sobre mí, sobre Layla. También interrogaron a su sobrino Damián; al parecer tenían una relación que nadie conocía, pero que salió a la luz porque ella le implicó en su secuestro; decía que los raptores irían por él.



L
a enredada madeja aún se iba a enmarañar más si cabe. En una ciudad pequeña como la mía, un suceso habría de llamar la atención en las páginas del diario local.

La mañana transcurría tranquila, los funcionarios entraban y salían de las dependencias cuyos accesos yo controlaba. Sobre mi mesa el periódico esperaba el momento de poder ser leído. Tras la salida del personal a las tres de la tarde y el cierre de las puertas, saqué la tartera donde guardaba un arroz tres delicias que resultó todo un manjar —el turno de doce horas nos obligaba a comer en el puesto—, después de un yogur de postre, me dispuse a leer la prensa. En portada, en un pequeño recuadro se leía: «Una mujer herida al caer desde la ventana de la comisaría».

            «Vaya cosas que pasan» —pensé sin darle mayor importancia.

Más tarde supe que el hecho tenía relación con la historia que nos ocupa. La mujer no era otra que, la hermana besucona de Layla que en un ataque de histeria se arrojó por la ventana, o tal vez cayó al pretender huir, el redactor no aclaraba este punto.

¿Cuál era la razón por la que se hallaba en comisaría? ¿Por qué huía? ¿Qué estaba sucediendo en realidad? Ciertamente todo era muy raro: una chica que desaparece, unos padres que tardan días en denunciar, una hermana que se abre la cabeza contra el suelo… Demasiadas incógnitas en la ecuación complicaban su resultado.



D
amián, incomodo como estaba, dudaba entre dejarlo estar o pedir explicaciones. La cita fue en el viejo café de su tío. Llegué puntual, él llevaba ya un tiempo esperando. Su rostro severo, presagiaba una desagradable entrevista. El cigarrillo apagado pugnaba por mantenerse entre la comisura de los labios que con manifiesta desgana esbozaron una sonrisa a modo de bienvenida. Era un muchacho joven, bien parecido, si bien no se hallaba en el mejor de los momentos. Su secreta novia había pasado unas cuantas noches desaparecida. Frente a frente, nos apuntábamos con la mirada.

            —Hola, Damián, ¿Qué tal? —saludé.

Cuentan que ha pasado un ángel cuando un molesto silencio se hace notorio entre los presentes. Por fin, un lacónico hola, apenas pudo distinguirse entre el rumor del gentío, platos y cucharillas. El estruendo de la cafetera al vaporizar la leche bien semejaba una vieja locomotora del Lejano Oeste.  Un reloj de pared comenzó su musical tintineo mientras las miradas seguían enfrentadas. Disparé a bocajarro.

            —Fui a tirarme a tu chica. Es lo que hay —espeté desprovisto de toda sutileza.

En verdad que aguantó el tipo. Con aparente tranquilidad fue escuchando la película de los hechos tal como yo la había vivido. Comencé en cómo la conocí, la cita, las llamadas telefónicas, los lloros… Ingredientes todos para un relato novelesco.

Un expresivo taco quebraba de cuando en cuando su silenciosa escucha. Coñojoder asomaban por entre sus dientes mientras yo iba ofreciendo respuestas a sus preguntas.

            —¡La hostia! ¡Qué mal rollo! —se lamentó, cuando hube terminado la historia.

         —No te conviene una tía así —recomendé en plan paternal. Él aceptó el consejo con una sucinta mueca.

Nos despedimos. Aún habríamos de coincidir, una vez más, los tres: Layla, Damián  y yo…



N
úmero oculto mostraba la pantalla de mi móvil; de nuevo el teniente de la Guardia Civil. Volvimos a vernos, en esta ocasión en la comandancia.

            —Tú, ¿qué piensas? —me dijo—. ¿Crees que hay algo de cierto en todo esto?

Pude entrever que no se creían lo que ella contó. A decir verdad, yo mismo estaba un tanto confuso.

            —Me da la impresión de que esta ha montado todo este lío para justificar su ausencia tras correrse una buena juerga—contesté—. No sé. Ya se sabe, unos padres muy tradicionales ¡cualquiera les dice la verdad!

            —Parece que sus padres la quieren casar —explicó el teniente—, y ella se opone. Nos lo contó su hermana.

            —¿La de la ventana? ¡Joder que culebrón! —interrumpí.

            —Sí, ella. —corroboró—. La quieren casar con un hombre mayor allá en su país.

En Marruecos aún se dan los matrimonios concertados por las familias. En el mundo islámico este hecho se da con una frecuencia excesiva, sin embargo hay quien defiende que el Islam no es así. El amor romántico no cabe en un matrimonio concertado; los novios aceptan los férreos cánones sociales e inician su vida marital a la espera de que la convivencia haga que surja; de hecho más parece un contrato de compraventa. El padre de la novia realiza la petición y meses después se establece por escrito, y ante un notario, el contrato matrimonial. En él, la mujer puede —en teoría— imponer algunas cláusulas, como ser la única esposa, poder trabajar fuera de casa o no tener que cambiar de residencia. Los hijos que tuvieran serán responsabilidad del padre (en cuanto a su tutela legal, el cuidado diario recaerá siempre en la madre). La boda se celebra durante tres días Dos testigos varones, cuatro si son mujeres, avalarán la ceremonia en la que se recita el capítulo inicial del Corán que tiene para los musulmanes similar importancia al Padrenuestro cristiano. A partir de entonces queda formalizado el enlace, la mujer abandonará el hogar paterno para quedar bajo la custodia de su marido. Si la boda es en zona rural —mucho más tradicional—, la prueba de la virginidad con la exhibición de las sábanas manchadas con la sangre del himen es habitual. El divorcio —permitido por las leyes— es improbable; en caso de darse, la mujer queda estigmatizada por el entorno social.

No es de extrañar que la muchacha con una moral algo distraída,  alejada de los usos ancestrales de su país, rechazara la idea.



N
o coincidía con Layla ni con sus hermanas, no tanto por habérmelo propuesto sino porque no volvieron a aparecer por aquellos lugares que antes frecuentaban. Yo mantuve mi actividad en el café, demasiadas facturas que pagar. Damián se centró en sus estudios por lo que también se eclipsó. Mi jefe, algo mayor que yo, siempre parco en palabras no hizo más preguntas; un brillo apenas perceptible en sus pupilas me evidenció una cierta simpatía, causada, acaso, por el recuerdo del truhán que, tal vez, fue.

El otoño cedió paso al invierno. La tranquilidad se apoderó de mi vida, en todas sus facetas. Nada fuera de lo normal. Ni un solo hecho destacable. Tan solo trabajo y trabajo. Había recuperado esa feliz sensación de tener todo bajo control. No más cuerdas flojas sin red.

El timbre de la puerta sonó. Cosa rara, pues mis vecinos respetaban mis horarios de cama, más que nada por el cartel colgado en el pulsador:

TRABAJADOR NOCTURNO DESCANSANDO.
NO LLAMEN A LA PUERTA.
GRACIAS.

Tambaleándome por el sueño, me acerqué a abrir. Un hombre que se acreditó como agente judicial preguntó por mí. Asentí sorprendido. Tuve que identificarme, entonces me tendió una notificación y firmé el acuse. Una notificación judicial siempre asusta. Rasgué ansioso el sobre sepia, extraje un papel grisáceo que me citaba como testigo en un juicio.



U
n hombre como yo ¡qué necesidad tenía de líos con la justicia?  En más de una ocasión me había visto envuelto en asuntos un tanto curiosos, pero nunca con implicaciones policiales. Libre como me encontraba, procuraba la compañía femenina. Siempre me habían gustado las mujeres, pero —educado en la honestidad— en mi matrimonio con mi novia de siempre había hecho gala de mi formalidad y compromiso. A partir de mi divorcio, aquella querencia abandonó su estado latente y numerosas fueron las féminas a las que lancé todo el peso mi artillería. Harina de otro costal sería verme correspondido. Descubrí que la mojigatería de las veinteañeras de mi época desaparece cuando ya han pasado de los cuarenta, pero sobre todo, fiel a mí mismo, mantenía el deseo por las jóvenes de veintitantos.



E
n la historia de Layla existía infinidad de incógnitas y ella no parecía estar dispuesta a despejarlas. Algo ocultaba, bien por capricho, bien por miedo.

La investigación no había avanzado en su esclarecimiento y, al fin, el juez asignado optó por encausarla acusada de denuncia falsa. Todo parecía indicar que había sido una farsa dirigida a ocultar la verdadera entidad de los hechos.

El guardia civil del control solicitó que me vaciara los bolsillos antes de pasar por el arco de seguridad, aun así la alarma impidió que pudiera acceder libremente al edificio de los juzgados. Revisé mis bolsillos, y apareció un cúter de generosas dimensiones que utilicé en una chapuza doméstica y que llevaría unos meses olvidado en la cazadora. Tuve que depositarlo en una bandeja preparada para tal efecto, ante la mirada inquisitiva del guardia.

El juzgado correspondiente se hallaba en la segunda planta. Subí y pregunté al ordenanza. Me hizo pasar a una sala y cuál sería mi sorpresa, que allí estaban Layla y su hermana; sus padres; Damián, y el empleado de la gasolinera donde apareció. Conmigo quedo completado el plantel de actores del folletín. La sala, acreedora de una buena mano de pintura —al igual que el resto del edificio a pesar de no ser demasiado antiguo—, no proporcionaba la intimidad deseable. Acusados y testigos se ven obligados a compartir espacio, en un claro error por parte de la administración.

Saludé con parquedad y me dirigí a un rincón donde el sol de invierno entraba a través de los sucios cristales con el fin de entrar en calor y de mantenerme al margen de cada uno. Enseguida fue llamada Layla que abandonó la sala. Pasé allí más de una hora, esperando de pie pues ni siquiera el número de sillas era suficiente.  Por fin, un funcionario nos notificó que podíamos irnos, que no hacía falta que testificáramos. Aunque no nos lo explicaron, parece ser que Layla había aceptado un acuerdo y todo quedaría en una condena de seiscientos euros de multa. Un precio a todas luces escaso por mantenerse en su silencio. El secreto de Layla continuaría siendo un misterio.



A
quella historia me había dejado tocado. No quise enredarme más en ella. No hice nada por volver a verla, tampoco hubiera podido ser, pues dejó de visitar aquel café. Damián también se borraría poco tiempo después. El café perdura en su decadente rumbo; y yo, estresado por la cicatería de mi jefe, decidí abandonarlo. También andaba con problemas en la empresa de seguridad. Se me debían las horas extras de once meses y llevaba dos años sin coger vacaciones, así que, llegada la primavera, me despedí del pirata que la dirigía.



A
l cabo de cierto tiempo volví a verla, vestida de esa peculiar manera en que visten las mujeres árabes que mezclan una moda occidental totalmente pasada de moda, y muy tapada, con el pañuelo tradicional cubriéndole el cabello. La atractiva Layla había dejado paso a una mujer sin encanto alguno; anulada su personalidad y sin libertad para manifestarse tal cual era cuando la conocí, alegre, independiente y moderna.

Entonces recordé la pregunta del teniente.

            ―No ―contesté―, no tuve tiempo.

Ambos guardias sonrieron con picardía.

            ―Pues aprovecha que la tienes en el bote ―respondió el que no había hablado en ningún
momento―. Eres un héroe para ella y sus hermanas, y… ¡mira que está buena la condenada!

 «No —pensé—. Ya he tenido bastantes emociones».


Ignacio Achútegui Conde
Logroño, a 26 de mayo de 2014


                                                 SIGUIENTE CAPÍTULO
Agradecimientos

A la propia Layla por facilitarme esta historia.
¿Dónde estarás? Lógicamente, he cambiado tu nombre real. Han pasado ya unos lustros. Me ha sido casi imposible recordar cada detalle, nunca pensé que esta historia fuera  a ser escrita, de ser así hubiera tomado notas.

Al Café Clásico de Logroño por cederme un espacio, entre cafés y copas, donde escribir este relato.

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