Cap. 2º. Los ojos de Tetuán
Los ojos de Tetuán
¿Cuántos secretos ocultan?
Dímelo a los ojos,
ya que los míos
se confunden en tu mirada
Abderrahman El Fathi
C
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uando mi amigo Najjar me propuso viajar con él a su tierra, no me lo
pensé dos veces. Hacía ya tiempo que algo habíamos hablado sobre ello y ahora
que volvía a plantearlo, acepté.
Najjar nació en Tánger, la urbe más
cosmopolita de Marruecos, donde occidente y oriente se entremezclan sin
traumas. Orgulloso de ella, le dolió tener que abandonarla y emigrar a nuestro
país a encontrar ese futuro que el suyo le negaba. Se estableció en mi ciudad, donde
encontró trabajo con suma facilidad, pues eran tiempos de bonanza. La
carpintería sería su oficio durante unos cuantos años. Cuando nos conocimos, ya
había perdido su empleo debido a la fuerte crisis que azotaba España. Aguantó
un par de años más hasta que al fin decidió mudarse a Algeciras donde tenía un
hermano que regentaba un pequeño bar.
La historia de Layla me había
dejado tocado, ¡demasiadas emociones en poco tiempo! Así que la propuesta de mi
amigo cayó en el mejor de los momentos. Con problemas en mis dos empleos, decidí
despedirme. Logré cobrar hasta el último céntimo. Libre, con dinero y saturado
de todo, a bordo de mi Honda puse kilómetros por medio. Salí temprano, recién
amanecido. Emocionado y con el viento de cara, creí sentirme el mismo Fuser, antes
de ser el mítico Che. Dormía donde me alcanzaba la noche, en hotelitos de
segunda, sin otra preocupación que la de que no lloviera al día siguiente. Despeñaperros
me franqueó el paso a la bella Andalucía; retrotraído mi pensamiento, imaginaba
correrías de bandoleros a lomos de espectaculares caballos tordos.
N
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ajjar se alegró mucho de verme. Estuve
unos días alojado en su casa, y en las animadas conversaciones en la sobremesa
de la cena —única comida que su trabajo nos permitía compartir— él recordó lo
que yo le había contado de mi familia: mi padre, aunque español, había nacido
en Tetuán, donde vivió su infancia y juventud, y donde se casó con mi madre,
también española. Mis abuelos —funcionario civil, uno, y militar, el otro—
habían solicitado destino en la tierra roja de Marruecos. Cuentan en la familia
que mi abuelo paterno se enamoró de Larache donde había cumplido el servicio
militar y que cuando salió una plaza en Tetuán lo comentó a su prometida. Mi
abuela, que siempre fue una mujer adelantada, le empujó a pedirla. Año 1927. El
abuelo militar aún tardaría unos años más en recalar en aquella tierra extraña
con su mujer y las hijas adolescentes.
Najjar lo tuvo fácil, si
quedaba alguna duda para convencerme de que cruzáramos el estrecho. Viajar por
Marruecos en moto… ¡Toda una aventura!
La travesía en ferri no duró
mucho, más engorroso fue esperar a que todos los pasajeros y vehículos
embarcaran para poder zarpar. El sol parecía más bello al otro lado del mar, Najjar
no paraba de hablar, gritar diría yo, debido a la excitación de sentirse próximo
a su hogar. África se iba acercando misteriosa.
U
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na vez desembarcados en Tánger,
fue Najjar quien condujo la moto a gran velocidad. La ciudad moderna poco se
distinguía de las nuestras, pero la zona antigua era un caos de vehículos,
peatones y animales que compartían la calzada sin ningún orden. Todo un
misterio, no haber tenido un accidente en aquellas calles rumbo a su casa. Allí
nos recibieron, en medio de una algarabía, su madre y hermanas. Una de ellas nos
sirvió unos vasos plateados decorados con arabescos donde humeaba un
sabrosísimo té con menta. Me instalaron en una habitación con vistas a un patio
donde el padre, de profesión jardinero, había creado un vergel del que provenía
un aroma dulzón a jazmín que se extendía por todo el recinto y que ya no me
abandonaría en mi estancia en aquel país.
Pronto salimos de la casa, Najjar no quiso perder más tiempo en descubrirme su mundo. Durante el día visitamos la ciudad, la medina, la mezquita, el zoco chico y, cómo no, el famoso café Hafa. Llegar al café requirió de un sinuoso paseo entre las estrechas callejuelas del oeste de la medina; al fin, tras una esquina, sobre el acantilado que domina la bahía, aparece el café. Entrar en él, fue transportarse a otra época. Nos acomodamos en una de sus magnificas terrazas desde donde se divisaba esplendido el azul y el verde esmeralda del océano, al fondo la costa española. El olor de la brisa salitrosa se matizaba con la menta del té. Un espacio para la tranquilidad y la inspiración artística.
Pronto salimos de la casa, Najjar no quiso perder más tiempo en descubrirme su mundo. Durante el día visitamos la ciudad, la medina, la mezquita, el zoco chico y, cómo no, el famoso café Hafa. Llegar al café requirió de un sinuoso paseo entre las estrechas callejuelas del oeste de la medina; al fin, tras una esquina, sobre el acantilado que domina la bahía, aparece el café. Entrar en él, fue transportarse a otra época. Nos acomodamos en una de sus magnificas terrazas desde donde se divisaba esplendido el azul y el verde esmeralda del océano, al fondo la costa española. El olor de la brisa salitrosa se matizaba con la menta del té. Un espacio para la tranquilidad y la inspiración artística.
De vuelta a casa, la familia de
Najjar preparó los más exquisitos platos de la tradición marroquí. Sentados en
unos coloridos cojines sobre el suelo, charlamos y reímos hasta bien entrada la
noche, eso que al día siguiente madrugaríamos para coger la Honda rumbo a
Tetuán.
S
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esenta ondulados kilómetros entre
olivos y frutales. Junto a la carretera, pequeños puestos ambulantes ofrecían
los productos de la tierra. Las suaves colinas de Tánger iban quedando atrás y
mediado el camino ascendimos la cordillera del Rif para descender en busca del
valle. Pronto aparecieron a nuestra vista, sobre una colina, las encaladas casas
de Tetuán; “La paloma blanca” que la llamó el poeta.
La entrada en la ciudad la hicimos despacio, con deleite, por unas anchas avenidas con palmeras. El azar quiso premiarme y fuimos a detenernos frente a un edificio en chaflán en el que un letrero azul y oro con blancas letras en árabe y español anunciaba el colegio del Pilar.
La entrada en la ciudad la hicimos despacio, con deleite, por unas anchas avenidas con palmeras. El azar quiso premiarme y fuimos a detenernos frente a un edificio en chaflán en el que un letrero azul y oro con blancas letras en árabe y español anunciaba el colegio del Pilar.
—¡El
colegio de mi padre! —grité agitado a Najjar.
Preguntamos cómo llegar al riad
donde habíamos reservado habitación. Lo habíamos escogido por hallarse en la
medina y muy cerca de la casa, ya en el ensanche español, donde nació mi padre.
Tras el zaguán, un precioso patio de estilo andaluz; no en vano la medina tiene
su origen en aquellos andalusíes musulmanes y judíos que abandonaron el reino de
Granada ante el avance de la Reconquista años antes de su toma.
Una vez instalados, llamamos a
nuestras casas para confirmar nuestra llegada y nos dispusimos a visitar la
ciudad. Abandonamos la Medina para entrar en el Ensanche, ecléctica suma de
estilos: neoárabe, modernismo, art decó... En Tetuán se abrazan la tradición
árabe y la tendencia europeísta.
—¿Qué
sientes al conocer por fin la casa donde nació tu padre? —preguntó Najjar, quien sabía lo mucho que lo había deseado.
Paseando, habíamos llegado a la
calle Sidi Mandri. Un intenso aroma a jazmín nos había acompañado todo el
trayecto. Frente a nosotros un esplendido edificio de estilo colonial con
reminiscencias árabes, acorde con el resto del barrio español. En un instante,
mi mente viajó en el tiempo e imaginé a mi abuela llamando para la merienda a
sus cuatro hijos. Mi padre, el segundo de ellos, me había hablado mucho de esta
casa y de cómo mi abuelo había ordenado eliminar una esvástica que decoraba la
chimenea cuando fueron a habitarla.
Ansioso, rebusqué en mi bolsillo y saqué el móvil... Mi padre, emocionado, comenzó a relatarme la ciudad de su infancia y juventud.
Ansioso, rebusqué en mi bolsillo y saqué el móvil... Mi padre, emocionado, comenzó a relatarme la ciudad de su infancia y juventud.
—Es
una sensación de… —Comencé a explicar a mi amigo—. He llenado un hueco en mi
vida. No conocer la tierra donde se crió mi padre me creaba un vacío.
—Está
bien —afirmó con una sonrisa—. Te entiendo “perfectamiente” —A veces, su español
fallaba.
Claro que me entendía. Hay
sentimientos que son comunes a todas las culturas, y la atracción por lo
ancestral es uno de ellos. Los seres humanos no somos, en lo esencial, tan
diferentes unos de otros en cuanto a las emociones primarias. Los nacionalismos
y las religiones pervierten la convivencia.
Pasamos un buen tiempo observando
aquella casa y su entorno. Al fin, cerré los ojos e inhalé con fuerza. De nuevo
aquel aroma a jazmín me atravesaba la mucosa olfativa. Viejas historias,
bellamente narradas como solo saben hacerlo nuestros mayores, se amontonaron en
la corteza cerebral. En silencio, Najjar respetó aquellos minutos de
introversión.
—Vamos,
habrá que seguir —exclamé, tras abandonar aquel estado de trance.
Calle Mohamed V, plaza Muley el
Medhi, o lo que es lo mismo, calle del Generalísimo y plaza Primo del tiempo de
mis padres. En esta última se halla la iglesia de Nª Sª de la Victoria, en la
que se casaron. Las fotos de mis abuelos llevando a los novios se me vinieron a
la cabeza. Cincuenta y ocho años separaban aquellas fotos del momento actual.
Muchos años que, a pesar del cambio de nombres de calles y plazas, no habían
logrado borrar el poso de lo español. Como tampoco, ni con el regreso a España,
ha desaparecido de los corazones de los antiguos residentes en Marruecos la
luz, la poesía, el alma… de aquellas tierras y sus gentes, que les brindaron su
hospitalaria mirada. Los ojos1 de Tetuán permanecerán para siempre clavados en
la memoria.
Un día agotador por la cantidad
de rincones recorridos y por la emoción desbordada en cada uno de ellos. De
regreso al riad, caí sobre la cama rendido. Amanecí tal cual, con la ropa
puesta, Najjar llevaba un buen rato en pie. Me había permitido dormir algo más
de la cuenta. Una ducha, ropa limpia… Presagiábamos un nuevo día lleno de
buenas expectativas. Hoy recorreríamos la Medina y el Mellah, el barrio judío.
La ciudad antigua se componía de
un enrevesado laberinto de estrechas calles, callejuelas y pasadizos, de altos
muros al objeto de esquivar los rigores del calor solar. El monótono color
blanco de la cal de los muros queda roto por el verde de las puertas y las
pequeñas ventanas. Estas, protegidas por celosías, permiten el oreo de las
viviendas y la visión encubierta de cuanto sucede en el exterior; a veces único
entretenimiento de las mujeres en una sociedad marcadamente machista. En cada
puerta, la mano de Fátima invoca protección para el hogar y sus moradores, al
tiempo que para el visitante evoca la hospitalidad árabe. Fueron varios los
días que usamos para recorrerla. Los zocos eran lugares recurrentes. Cada
mañana, disfrutábamos de un paseo por sus bazares. Marroquinería, hojalateros,
ceramistas, tejedoras de alfombras…, siempre había algo nuevo que descubrir.
Najjar como carpintero que era se detenía ante los muebles y orgulloso requería
mi atención sobre ellos.
—Eh,
no te vuelvas —murmuró de pronto Najjar.
Vi como mi amigo escudriñaba con
discreción el entorno. Asombrado, esperé sus indicaciones.
—No
sé, algo raro —explicó—. Llevo rato con la impresión de que alguien nos vigila.
Ya desde ayer me pareció, pero no te dije nada por no asustarte.
—¿Pero
qué dices? ¿Quién? —contesté nervioso—. ¿Para qué?
—No
lo sé, pero una chilaba de rayas grises y negras, siempre se mueve detrás de
nosotros. No parece que quiera robarnos, ha tenido ocasión.
—¿No
serán imaginaciones? —repliqué.
—Seguro
que sí. Esas chilabas son muy corrientes —contestó sin convencerme.
Volvimos al hotel. A cada esquina
que doblábamos, yo no podía evitar mirar hacia atrás, pero no veía nada raro.
Al llegar lo primero que busqué fue la ducha. Cenamos ligero y nos dejamos
llevar por las ensoñaciones inducidas por una sisha convenientemente
“aromatizada”.
Al día siguiente nos levantamos muy tarde y nos quedamos en el hotel toda la mañana. Al atardecer acudimos a la fiesta de la pólvora. La visión de los hermosos caballos bereberes enjaezados con sus mejores galas me hizo pensar en lo feliz que hubiese sido mi hija de presenciar el espectáculo. Multitud de jinetes en una frenética galopada mientras disparan sus espingardas incesantemente. Embriagado por el enorme estrépito y el olor a pólvora no caí en la ausencia de Najjar. Cuando volvió me contó que había visto de nuevo como nos seguían.
Al día siguiente nos levantamos muy tarde y nos quedamos en el hotel toda la mañana. Al atardecer acudimos a la fiesta de la pólvora. La visión de los hermosos caballos bereberes enjaezados con sus mejores galas me hizo pensar en lo feliz que hubiese sido mi hija de presenciar el espectáculo. Multitud de jinetes en una frenética galopada mientras disparan sus espingardas incesantemente. Embriagado por el enorme estrépito y el olor a pólvora no caí en la ausencia de Najjar. Cuando volvió me contó que había visto de nuevo como nos seguían.
—Pero…
¿Dónde estabas?
—Me
he alejado para cerciorarme. Y te digo que alguien sigue nuestros pasos.
—Ya
vale, basta de bromas —protesté—. Yo no he visto nada.
—Estás
demasiado ocupado con todo esto, tan nuevo para ti. Hazme caso. Venga, salgamos
de aquí y tranquilo, hay mucha gente, nada puede pasar.
En ese momento sentí como si
todos los ojos de Tetuán estuviesen observándonos. Cada mirada mía lanzada en
rededor parecía encontrarse con la de cada uno de toda esa muchedumbre que iba
y venía. Gentes del lugar y turistas pasaban por nuestro lado y mis ojos
buscaban en los suyos un gesto indicador que confirmara lo que mi amigo me
decía.
Incapaz de penetrar en sus
miradas y temeroso de que fuesen mal interpretadas las mías, agarré a Najjar
por el brazo y lo llevé fuera de ese tumulto. Fue en ese mismo momento cuando
unos grandes ojos se cruzaron fugazmente con los míos. Busqué, pero ya se
habían escabullido. ¡Ahora, sí!, tiré con fuerza de Najjar y caminamos deprisa
hacia el hotel. Sombras de todo tipo que se acercaban sigilosas y cuando te
dabas la vuelta habían desaparecido. De pronto nos vimos en un pequeño
pasadizo, totalmente desierto. El sonido hueco de nuestro calzado no me impedía
escuchar mi propio corazón acelerado. ¿Qué estaba sucediendo? Como una ráfaga sentí
de nuevo esa mirada profunda. Los ojos seguían estando ahí. No los vi, pero
pude percibirlos, o ¿acaso me estaba volviendo paranoico? La noche nos había
envuelto casi sin darnos cuenta. Detuve a Najjar para escuchar. El roce de unas
babuchas acercándose se detuvo, como si no quisieran tener contacto con
nosotros. Tan solo, nos miraban esos ojos, ocultos en algún lugar entre la
negrura.
—Eh,
Fuser, tira, salgamos de aquí —Mi amigo me había rebautizado desde que le conté
el viaje en moto de Che Guevara.
—Voy,
no podemos quedarnos aquí.
El angosto pasadizo encogería el corazón del más aguerrido paladín curtido en mil y una emboscadas. Cada rincón, cada esquina, sugería una presencia no deseada. Las cerradas puertas podrían abrirse en cualquier momento y saltar sobre nosotros una banda de maleantes, pero nada sucedió. Regresamos al hotel sin ningún problema. Subimos a las habitaciones y me despedí de mi amigo. No me apetecía cenar. Cerré la puerta tras de mí.
A
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brí el grifo de la bañera, encendí
unas velas que repartí por el baño y preparé la sisha bien cargadita. Conducido
a una suerte de estado catatónico, no advertí que el balcón estaba abierto.
—
Hola —sonó una voz desde la oscuridad.
El susto me hizo levantar de un
brinco. Desnudo, lleno de espuma y al titilar de las velas, enmudecido, debía
ofrecer una imagen muy vulnerable. No pude apreciar quien me hablaba.
De nuevo escuché la voz. De entre
el baile de sombras apareció la misteriosa chilaba de rayas, se detuvo frente a
mí, y en un rápido movimiento cayó al suelo dejando al descubierto una bella
figura femenina que con suavidad se metió en la bañera y posando sus manos
sobre mis hombros me invitó a tumbarme.
—Pero…
¿cómo…? —exclamé perplejo.
No pude seguir. Un beso selló mis
labios; preludio de una excitante noche de sexo furtivo. Melosa y tierna, me
hizo un recorrido turístico por el mapa de mi piel. No hubo un solo lugar que
dejara de visitar. Su cuerpo buscó el mío. Adentrándome en el suyo, gasté mis
últimas fuerzas tras un agitado día.
La luz de la mañana llegó puntual
a su cita con la ventana y me mostró su ausencia.
«Un
sueño, ha sido un sueño —pensé—. Me he pasado cargándola.»
No comenté nada durante el
desayuno. Hicimos planes de ir a la playa. Muy cerca queda Río Martin, la playa
donde mis padres iban de novios. Pasamos el día como cualquier turista. La
temperatura era ideal para bañarse. Después de comer nos dimos un paseo en moto
por la costa hacia el norte, una gozada en este tiempo otoñal. Al atardecer
volvimos a Tetuán. Cenamos y tras un buen Gin Tonic nos fuimos a dormir.
—
Hola —sonó la voz desde la oscuridad.
Esta vez no me asusté. Excitado,
abrí las sábanas y sentí como se metía en mi alma. Nuestros cuerpos se
acompasaron… De nuevo la luz matinal alumbró su ausencia, pero estaba seguro: no
había sido un sueño.
Mientras desayunábamos conté a Najjar
como, mientras el dormía plácidamente, yo mantenía relaciones sexuales con una
chica del lugar.
—¡Bah,
tío, no cuela! Esto es Marruecos. Ninguna chica lo haría y menos contigo. ¡Ja,
ja, ja! —rio de modo sarcástico.
Argumenté que si no había notado
que ya nadie nos seguía; simplemente, la chilaba y su propietaria me esperaban
en el dormitorio.
—Su
única explicación fue que teníamos algo pendiente. Fue entonces cuando caí.
Quise exclamar su nombre pero no tuve tiempo, ya estaba besándome —Continué
contándole a Najjar.
—¿Es
que la conoces? —Najjar, ya alucinaba.
—Tuve
un lío con ella —Aún rio más cuando le dije que era una vieja conocida de
España.
—¿Queeeé? ¿No me digas que es «la chica de los caramelos»? —Una sonora carcajada llamó la atención de todo el comedor— ¡Fisherman ataca de nuevo!
—¡No,
que va! No es Ella2. —expliqué.
Najjar no paraba de preguntar. El
interrogatorio duró todo el día. Era lo mismo que estuviéramos visitando la
Gran Mezquita que tomando un baño en un hamman público. No respetaba el
silencio exigido en ciertos lugares, hecho que nos causó algún incidente. Para
la cena ya conocía cada uno de los detalles de aquella historia. Con una
sonrisa estúpida se despidió cuando nos metimos cada uno en su habitación.
—
Hola —sonó una vez más la voz desde la oscuridad.
Su visita se convirtió en una
costumbre al igual que su huida. Se sucedieron los días y sus noches. Nada de conversación, tan solo excitantes
cabalgadas, impregnadas de sudor y clandestinidad. Mil y una noches creí que
duraría la aventura.
Aquella noche iba a ser especial.
Ronroneando se apretaba a mí. Su mirada… aquellos ojos grandes, nunca podré
olvidarlos. Clavados en los míos mientras nos disfrutábamos. Aquello era un
juego, un tablero de ajedrez en el que íbamos asaltando cada una de las piezas.
La partida se alargaba por el mero placer de jugarla. La respiración
entrecortada marcaba el ritmo de cada movimiento. Tic tac, tic tac… el
cronómetro biológico se aceleraba queriendo salirse de su caja. La presión
sobre mi cuerpo se hizo insoportable. De pronto, sentí como si su cuerpo se
alejara volátil, sin embargo, la presión no cedía. Mi cuerpo se vio aplastado
con fuerza contra el lecho, por unos brazos que no eran los suyos. Confuso,
quise chillar. Unas recias manos acallaron violentamente la garganta, que
retuvo el grito agónico. Voces en árabe con un tono entre respetuoso e
imperativo sin que yo supiera de su significado se dirigían a mi amante.
Confuso, contemplé a un grupo de hombres que había penetrado en mi alcoba. Le
ofrecieron su ropa y se vistió. Les dijo algo en árabe y abandonaron la
habitación con actitud sumisa, aunque tuvo que dar una voz para que quienes me
sujetaban me soltaran.
—No
vuelvas a acercarte a ella —La advertencia sonó amenazadora.
Nos quedamos solos, se acercó y
me dio un beso.
—Debo
irme —explicó, lacónica.
—Pero…
¿qué pasa?
—No
preguntes. Así es mejor. Adiós —Se despidió.
Quedé mirando la estela de su
mirada. Aquellos ojos querían hablarme, responder a todos mis interrogantes. La
vi marchar escoltada por aquellos hombres.
Justo antes de desaparecer de mi
vista volvió su rostro, sonrió con ternura y sentí como en medio de un suspiro
me brotó del alma su nombre.
El sharki, viento del sur, comenzó a soplar con fuerza; no pudo escucharme.
El sharki, viento del sur, comenzó a soplar con fuerza; no pudo escucharme.
N
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ajjar no daba crédito a lo que yo
le contaba. Aquel suceso resultaba totalmente surrealista. Encontrarme con ella
fue tan extraño, y aún más como se marchó. Y aquellos hombres...
Decidimos seguir ruta por el
país, quedaba mucho por ver. Nuestra siguiente etapa sería Chauen. Mientras la
Honda se comía los kilómetros no dejaba de mirar por el retrovisor, y de
preguntarme:
«¿Quién
coño eres, Layla?»
1.-Tetuán, nombre de origen bereber, es traducido en numerosas ocasiones como "los ojos", otras como "las fuentes.
2.- Ella y el Conde Fisherman son los protagonistas de “La chica de los caramelos”, un relato anterior.
1.-Tetuán, nombre de origen bereber, es traducido en numerosas ocasiones como "los ojos", otras como "las fuentes.
2.- Ella y el Conde Fisherman son los protagonistas de “La chica de los caramelos”, un relato anterior.
Ignacio
Achútegui Conde
Logroño y Grávalos, a 9 de noviembre
de 2014
Agradecimientos
De
nuevo a Layla. He creído que la historia real pedía una continuación. Como
desconozco tu paradero y tus andanzas, he decidido crear una ficción. «Los ojos
de Tetuán» es el resultado.
A
mis padres y abuelos, que tanto me han relatado de cuando vivieron en Tetuán.
Al
Balneario Bienestar de Grávalos por esos momentos de relax tan necesarios para
encarar la tarea con energías renovadas.
Al
Café Clásico de Logroño por cederme un espacio,
entre cafés y copas, donde escribir este relato.
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