Cap. 3º. Las grutas de Bled Siba
Las grutas de Bled Siba
En la bandera de la libertad
bordé el amor más grande de mi vida
Federico García Lorca
A
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quella
casa a las afueras se había convertido en una ratonera.
—¡Ra-ta-tá!
—El tableteo de
las armas de fuego resonaba con fuerza.
Dos
horas de fuego cruzado entre los defensores y los asaltantes. ¿Quiénes eran
unos? ¿Quiénes eran los otros? Tras una noche tranquila, aquel amanecer se
había convertido en el mismo infierno. Un pequeño ejército trataba de tomarla,
pero sus moradores defendían la posición con fervorosa entrega.
—¡Ra-ta-tá —Continuaba ensordecedor, el macabro rugido de las ametralladoras.
En
el interior, cuerpos ensangrentados se debatían por continuar la lucha. Poco a
poco los defensores iban cayendo inexorablemente ante la superioridad exterior.
—¡Ra-ta-tá! —Pronto la sangrienta carnicería llegaría a su fin.
La
toma de la villa se adivinaba temprana cuando un creciente golpeteo de cascos
de caballos comenzó a escucharse tras las líneas de los asaltantes. Medio centenar
de jinetes armados vino a igualar las fuerzas. Tras un primer momento de
confusión, uno de aquellos hombres de la casa tiró de la chica y salieron por
la puerta de atrás a un patio en el que un viejo Willys agonizaba.
—¡Vamos,
sube! ¡Salgamos de aquí! —le gritó mientras probaba a arrancar aquella
antigualla.
Tres
intentos, el motor bramó quejumbroso. Un acelerón, y el vehículo se desplazó
con brío hacia la verja de la finca. Un segundo hombre saltó sobre el asiento
del copiloto. La chica tumbada en el suelo de atrás pudo percibir el golpe
contra la cancela que no aguantó la embestida.
—¡Yippi
ka yei, hijos de puta! —vociferó entonces su salvador.
El
viejo Willys había respondido y una escolta a caballo nos acompañó por aquellos
caminos en busca de un refugio. Nunca antes me había visto envuelto en una
acción de guerra. Ni siquiera había hecho la mili y, sin embargo, allí me
encontraba yo, huyendo de una batalla con más miedo que otra cosa, conduciendo
con Najjar a mi lado hacia las montañas adonde nos llevaban aquellos hombres de
los que no tuve más remedio que fiarme ya que su intervención había sido
crucial para nuestra escapatoria. La chica acurrucada había cogido el sueño. ¿Quién
en situación similar podría dormir?
«¿Quién
coño eres, Layla? —Quise gritarle, pero respeté su descanso—. ¿Cómo he vuelto a
enredarme contigo…?»
X
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auen
fue la puerta que nos abrió el Marruecos profundo. Pueblo a pueblo fuimos
adentrándonos en su misterio. Viajar con un natural del país fue lo más idóneo.
En algunos pueblos nos alojábamos en casas particulares. La hospitalidad árabe
se mostró tal cual; Najjar se enorgullecía de ello.
—Ves,
Fuser, en Marruecos acogemos al viajero —fardaba.
—Deja
de llamarme así. Solo hay un Fuser —protesté amistosamente.
Continuamos
hacia el sur y llegamos a Bab Berred. Nos
instalamos en
un pequeño hotel con mucho encanto, regentado por unas navarras de Elgorriaga.
—Estas
cayeron aquí por el chocolate —bromeé con Najjar que no lo entendió.
El
hotel se hallaba a pie de carretera en las afueras. La cordillera del Rif se
levantaba ante nuestras ventanas. Un clima duro que admite escasos cultivos,
tan solo el ilegal cannabis se da con facilidad. El brazo de la ley queda algo
manco entre Bab Berred y Ketama, salvo para el cobro de sobornos, circunstancia
que permite la vista gorda de las autoridades, y apenas la subsistencia de los
lugareños. Encontramos el ambiente algo enrarecido debido un resurgimiento del ancestral
enfrentamiento bereber con el estado marroquí. En los últimos tiempos la
autoridad real volvía a ser contestada por las tribus de las montañas.
Nos
quedamos unos días en este pueblo. La Honda necesitaba una reparación del rotor
y la pieza tardaría en llegar desde Tetuán. Mientras, Najjar y yo nos dedicamos
a disfrutar del entorno natural. Calzados con unas buenas botas recorrimos los
riscos del lugar. En cada paseo nos cruzábamos con patrullas de la gendarmería.
—Me
gusta tu país, Najjar. Tiene una naturaleza muy cambiante y la gente es muy
sociable
—Verás
cuando lleguemos al sur —contestó—. Lo vas a flipar en el desierto.
La
pieza no llegaba. Los días transcurrieron y ya me estaba impacientando. Una
noche a la hora de la cena se acercó sonriente la camarera.
—Laila saidah —saludó—. Buenas noches
—tradujo—. Le llaman por teléfono.
Alarmado,
pensando en mis padres, seguí sus pasos hasta el vestíbulo donde había una
pequeña cabina en una esquina.
—Hola
—sonó la voz al otro lado—. Nos quedó algo pendiente.
La
insinuante voz no admitía duda alguna, era Layla. Aquella joven regresaba como
una dulce rémora del pasado. La sorpresa fue en aumento cuando me citó en mi
propia habitación en la cual ya estaba esperándome. Volví a la mesa y le conté
a Najjar lo sucedido.
—No
entiendo nada —comentó perplejo.
—Yo
tampoco —repliqué—. ¿Qué hago? ¡Está en mi habitación!
Decidí
subir y ver por fin de aclarar las cosas. La encontré en el balcón. A la luz de
la luna su figura adquiría un halo de misterio. No me oyó entrar. Cuando dije
su nombre se volvió, se acercó lentamente y me habló sonriendo.
—Te
debo muchas explicaciones.
—Pues
sí. Me tienes en ascuas —respondí mostrando impaciencia.
—No
tenemos mucho tiempo. Mi guardia pronto me echara en falta y sabrá encontrarme.
—¿Tu
guardia…? ¡Ah...! ¿Aquellos hombres? Pero… ¿quién eres Layla?
—No
quieras ir tan deprisa. Contestaré tus preguntas a su tiempo —una gran dosis de
picardía se atisbó en aquella sonrisa mientras se despojaba de su ropa.
La
noche se nos fue deprisa entre besos y caricias. Nunca podría haber imaginado
vacaciones más excitantes. Horas de lujuria desenfrenada dieron paso a un
relajado sueño. Entrelazados nuestros cuerpos, nos encontraron los hombres de
Layla.
Nos
despertaron con urgencia y de pronto, comenzó el tiroteo. El terror se apoderó
de la casa. Las dueñas, así como el resto de huéspedes, se hallaban a salvo
refugiadas en la leñera. En la planta baja un puñado de hombres repelía el
ataque mientras, en la primera, Layla y yo nos vestíamos apresurados y nos reuníamos
con Najjar. Dos horas de fuego cruzado. Poco a poco los defensores iban
cayendo, cuando un creciente golpeteo de cascos de caballos comenzó a
escucharse; en aquel momento aprovechamos para huir.
L
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os
jinetes nos condujeron por ascendentes caminos hacia las montañas; atrás
quedaron unos cuantos hombres que cubrieron nuestra retirada. Cuando el camino
se hizo imposible para el jeep, lo abandonamos escondido entre la maleza. Nos
proporcionaron tres monturas y continuamos ascendiendo por rutas casi
inaccesibles. Layla, callada en todo momento, demostró ser una buena amazona;
Najjar y yo, tras ella, tampoco pronunciamos palabra alguna, la situación nos
sobrepasaba. El sol alcanzaba su punto más alto cuando iniciamos una peligrosa
travesía por las verticales paredes de un desfiladero que a modo de escalera
nos llevó hasta unas grutas. En el interior se hallaban acampados un par de
cientos de hombres armados. Solo entonces, Layla rompió su silencio.
—Bienvenidos
a la Cueva de la Milana, estamos en lo que nosotros llamamos Bled Siba, la tierra donde no se
reconoce la autoridad del rey. La gente que aquí veis lucha por la libertad de
nuestro pueblo. Daré orden de que seáis bien atendidos el tiempo que debáis
pasar con nosotros.
El
hombre que parecía haber capitaneado la comitiva se dirigió a Layla en árabe.
—سيدتي،
يجب علينا أن نتخلص من أصدقائه —habló en un tono muy serio.
—لا—Layla
fue rotunda—.انه ساعدني مرة واحدة وفعل ذلك مرة أخرى اليوم
Por
motivos prácticos recurriré al doblaje de la escena al español:
—Señora,
debemos deshacernos de sus amigos —habló en un tono muy serio.
—No
—Layla fue rotunda—. Él me ayudó una vez y hoy ha vuelto a hacerlo.
Nos
proporcionaron un lugar donde instalarnos, una manta, un pote y una escudilla.
Llamaron para comer. En fila, esperamos nuestro turno. Cuscús con cordero y verduras,
que estaba exquisito, y un té con menta bien caliente. Pasamos la tarde paseando por aquellos parajes, hasta donde nos permitían los centinelas.
—¡No
pasar, mujazni! —Nos advertían—. ¡Mujazni!
Najjar
y yo comentábamos con extrañeza todo aquello. Me explicó que mujazni es como llaman despectivamente a
los gendarmes.
Por
la noche, el mismo menú, pero huérfano de carne. Layla se reunió con nosotros.
—Lamento
los inconvenientes. Buscaremos el mejor momento para sacaros de aquí —nos dijo—.
En estas grutas no corréis peligro.
—¿Inconvenientes…?
—le grité—. ¡Casi nos matan! No sé en qué andas, pero no me gusta. ¿Dónde está
la muchacha que conocí en España? ¿Quién eres, Layla? Si es que es tu verdadero
nombre, no tienes ningún derecho a retenernos aquí, déjanos ir, hablaremos con
la policía y contaremos que no tenemos nada que ver con esta banda de
criminales —mi cabreo no me dejaba tomar aire tras cada frase.
Layla
permitió que siguiera. Al final, exhausto por la acalorada protesta, callé y
fue entonces cuando ella inició su narración.
—La
chica que conociste en España, allí quedó. En aquel tiempo descubrí mi
verdadera identidad y decidí volver a mi tierra, a por lo que por derecho me
pertenece. Me encontré ante un muro infranqueable y sólo la lealtad de estos
hombres me ha permitido seguir con vida. Me son fieles a mí, y a lo que
represento: un cambio en el estilo de dirigir el país. No puede ser que la
población viva en la miseria, que emigrar, como lo hizo mi…, digamos familia
adoptiva, sea la única opción de salir adelante. Además —prosiguió—, Europa nos
mira con recelo, en España no es mejor la situación. No todos somos
terroristas. La convivencia entre países y religiones es posible, pero el
cambio debe darse en nuestros países de origen. Debemos cambiar las
estructuras. Transformar estos regímenes feudales disfrazados de democracia en
tales. Dotarnos de gobiernos responsables que miren por el servicio de sus
paisanos. Dejar de ser súbditos sometidos, y convertirnos en ciudadanos libres
con un futuro de prosperidad ciertamente alcanzable —Un guardia reclamó su
presencia; se disculpó y abandonó el recinto.
La
proclama de Layla nos dejó a Najjar y a mí atónitos. Una muchacha hablando como
una líder revolucionaria en un país donde la disidencia es reprimida
brutalmente. Además su vehemencia se acompañaba de una expresión ordenada y
culta en un español claro y perfecto. Layla, la camarera que yo conocí, tenía
muchos misterios en su vida.
El
frescor de la amanecida nos despertó. Ya había actividad en el campamento.
Sobre una lumbre hervía un aromático té. Nos acercamos con los potes y una
sonriente mujer nos los llenó.
—Sbah
el-jir —saludó amable.
—Sbah
an-nur —contestó Najjar que enseguida me aclaró que en dariya, el árabe
marroquí, esta es la forma de dar los buenos días.
—Salam
malecum —pronuncié de un modo totalmente españolizado lo que provocó un gesto
favorable de la mujer.
Recorrimos
el campamento, hombres y mujeres se afanaban en sus tareas. Los hombres
cuidaban de los caballos y del armamento y las mujeres preparaban el sustento.
En una de las grutas se había improvisado una escuela donde unos treinta
chavales de distintas edades recibían educación. Debatían sobre La Declaración Universal de Derechos Humanos
según me dijo Najjar. Hablamos con la maestra que se expresaba en un perfecto
español. Nos insistió mucho en la importancia de una sólida preparación
democrática en los futuros ciudadanos de un nuevo país.
—Aquí,
a los niños les abrimos la mente a otras gentes y otras culturas. El respeto a
la mujer forma parte de esta educación. El integrismo es algo contra lo que
luchamos —Orgullosa nos explicó— La formación se completa con instrucción
militar, pues aunque nuestro anhelo es la paz, no puede haberla sin justicia, y
esta hay que arrebatársela al poder mediante la lucha. No nos dejan opción.
Ni
rastro de Layla. Preguntamos, pero nadie nos indicó su paradero. Los días
pasaban y la vida que llevábamos lejos de ser monótona nos fue amena, a cada
momento descubríamos algo novedoso en todo aquello.
Una
mañana Layla se reunió con nosotros y nos comunicó que en breve abandonaríamos el
lugar. Regresaríamos al hotel donde la cuenta había sido saldada y las
propietarias convenientemente indemnizadas por los daños. La moto estaba ya
reparada. Podíamos volver sin ningún problema, el jefe local de la policía había
sido sobornado y no haría preguntas.
Aún
estuvimos unos días más en los que Layla iba y venía. Estaba claro que la
autoridad que ejercía emanaba del respeto que le profesaban. Pero ella la
ejercía en colaboración con sus capitanes. Cuanto disponía se cumplía. ¿De
dónde había nacido esa personalidad? ¿Cómo, en apenas un año, se había
convertido en la líder de aquel grupo?
Los
días acababan ante un fuego tomando té contando anécdotas y bromas que yo reía
a destiempo cuando Najjar me las traducía. Al final cada cual se retiraba a su
lecho. Entonces el apareamiento casi ritual con Layla volvió a repetirse.
Aquella muchacha aventajaba a cualquier otra en sus prácticas amatorias. Su elegante
sensualidad solo podía provenir de las enseñanzas de El jardín perfumado, obra clásica del erotismo islámico que habla
de la obligación del placer mutuo durante el coito; y a ello nos entregamos con
fruición.
Nadie
en esas noches osó molestarnos. La nueva realidad de una nueva sociedad estaba
surgiendo al amparo de aquellas grutas. La relectura de sus clásicos y del
propio Corán había modificado el pensamiento en aquel reducto libertario. Claro
que Layla, por si acaso, había declarado que habíamos contraído matrimonio.
T
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al
como Layla predijo, llegó el día en que abandonamos el campamento. A primera
hora de una mañana fría, el invierno se iba echando encima, montamos a caballo
y descendimos escoltados por Layla y un pequeño grupo por aquella peligrosa
escalera tallada caprichosamente por la naturaleza en la piedra del
desfiladero. El Willys continuaba donde lo escondimos. Arrancó perfectamente y
deshicimos el camino hasta el hotel en busca de la Honda.
En
las cercanías del pueblo nuestra escolta nos dejó. Giré la vista y nuestras
miradas se cruzaron. En sus ojos se leía la esperanza de un próximo encuentro.
Ella seguro que leyó en los míos la súplica de quien no podría volver a mirar a
ninguna otra mujer.
E
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n
el hotel se respiraba una tensa tranquilidad. Nos quedamos tan solo una noche y
proseguiríamos viaje hacia Fez, una de las ciudades más importantes, por su
monumentalidad, y por ser considerada el centro cultural y religioso de este
país, tal como me contaría Najjar.
Aquella misma noche, en
el hotel recordé la atracción de aquella mente cautivadora envuelta en un
cuerpo altamente seductor, y las aventuras vividas.
Ya no
había incógnitas, la noche anterior Layla me había relatado su historia.
Inquieto,
salí a la calle para dar
un paseo. La noche era algo fresca. Un poco más adelante, al calor de un
pequeño fuego unos hombres charlaban animosamente. Seguí con mi caminata una
media hora. El aire en la cara se volvió frio; decidí volver. Los hombres ya se
habían ido. Solo quedaban unos rescoldos. En ese momento recordándola sentí un
impulso y con un tizón escribí en un muro junto a la carretera en letras bien
grandes:
MILANA BONITA
Ignacio
Achútegui Conde
Logroño,
a 16 de enero de 2015
Agradecimientos
Creo que ya es hora de agradecer a
mi amigo marroquí, pues lo he utilizado para crear el personaje de Najjar, que
en árabe significa carpintero. La persona real en efecto lo es. Por lógica no
he usado su nombre verdadero, sigo sin darlo para evitarle algún posible
problema. Es carpintero, ha vivido en mi ciudad, somos amigos y es marroquí;
hasta aquí la realidad
El resto, el viaje en moto es pura ficción
como todo el relato. Las referencias a las costumbres machistas y la falta de
democracia en su país en particular, y en el resto del mundo árabe en general, han
formado parte de más de una conversación con él, en las que yo siempre he
defendido como algo necesario la modernización de su país, a lo que él me ha
aportado sus apreciaciones, ciertamente cabales.
«Milana bonita» hace referencia a
dos asuntos relacionados entre sí. Por un lado es la frase repetida por el
retrasado Azarías en la novela de Miguel Delibes «Los santos inocente», y de la
que Mario Camus hizo una excelente película en 1984.
Delibes retrata una sociedad extremadamente
caciquil y el alto grado de sumisión y resignación con que los siervos atendían
a sus señores en la España profunda del siglo pasado.
En segundo lugar, a raíz de la película,
un amigo mío, compañero de activismo
social, llenó nuestra ciudad con pintadas que decían así: «milana bonita». El
propio Mario Camus manifestó su sorpresa en una visita a nuestra ciudad al
encontrarlas por doquier.
«Milana bonita» ha quedado en el
recuerdo colectivo de aquellos que en los años ochenta participábamos
activamente en movimientos sociales de distinta índole como un necesario grito
de rebeldía.
También debo recordar la película
«Diarios de motocicleta» basada en el autentico diario de su viaje por
Latinoamérica de un tal Ernesto Guevara antes de convertirse en el Che. También
hay en el relato un homenaje al personaje de otra película, en realidad de una
saga, no doy más pistas.
A Layla. Quiero insistir en lo
real del primer relato sobre ella, el segundo y en adelante ya son hechos
salidos de la mente de este autor.
El final de este tercer relato
sobre Layla ha coincidido con los sucesos terroristas de Paris, el atentado
contra Charlie Hebdo y el supermercado judío. Como bien expresa Layla en la
Cueva de la Milana, y por ende este autor, un nuevo rumbo deben tomar las
relaciones entre las personas y su religión, entre las personas y sus
gobernantes y entre las diferentes culturas y naciones. No puede ser mantener
la incultura y la superstición al servicio de intereses impuros para el
sostenimiento de la injusticia y miseria en que vive una gran parte de la
humanidad. Mucho menos recurrir al terrorismo, insurgente o de estado, para
aniquilar la diferencia.
Recordemos…: ¡milana bonita!
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