Cap. 4º. Milana Bonita
Milana Bonita
Y el bien fuera un mar dulce que
saciara la sed de mi país,
el amor, la verdad y la belleza serían mis señores.
Me convertiría en un errante mendigo
y la libertad sería mi alimento.
Ahmed Lemsyeh
S
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alimos
de aquel hotelito bajo la mirada recelosa de sus propietarias y, tras los
visillos, la de algún huésped. Arrancamos la moto y partimos. La serpenteante
carretera podría haber sido una autentica gozada, pero el calamitoso estado del
pavimento anuló cualquier expectativa. No pudimos darle mucho puño a la moto. Casi
una hora después ya estábamos en Ketama donde abandonamos la carretera
principal y tomamos una secundaria hacia el sur, rumbo a Fez. La carretera
atravesaba numerosas cabilas. En el
inexistente arcén abundaban puestos de fruta y otros donde asaban carne; en
algunos, incluso ofrecían con total impunidad hachís. El invierno se había echado
encima y en la moto se notaba el frío. Las montañas conforme bajábamos hacia el
sur iban suavizándose, el cultivo del hachís daba paso a cereales y frutales. Dejábamos
atrás la zona que fue española.
Algo
en mi interior me forzaba a dejar, también atrás, el tiempo vivido en las
montañas. Los felices momentos junto a Layla, cuando en la intimidad le
susurraba: «Milana Bonita», acudían insistentes a colmar mi mente inmersa en
compleja batalla, en la que ora vencía el recuerdo, ora el olvido.
Noventa minutos más tarde llegamos a Taunat, donde pudimos tomarnos una cerveza, no
en todos los lugares de Marruecos son tan estrictos con el alcohol. A partir de
este momento la ruta se adentra en una meseta y un valle fértil: higueras,
manzanos, naranjos y excelentes olivares que producen un no menos excelente
aceite.
Comimos
en esta ciudad. Por cierto, una estupenda sopa de habas, que apetecía muchísimo
ya que el viaje había sido muy frío, y el recurrente cuscús con carne seca. De postre, dulces a base de almendras muy parecidos a nuestros fardelejos y el té
verde con hierbabuena.
Abandonábamos ya el Rif, donde no nos había
faltado ninguna emoción.
A
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quellas semanas en las
montañas aprendí mucho sobre la historia del Rif, tradicionalmente un
territorio rebelde, Bled Siba, «no
sometido», le llamaban. En España, aún se recuerdan las historias transmitidas
por nuestros abuelos sobre la insurrección de las tribus de la zona comandadas
por Abd el Krim quien puso en serios aprietos a las autoridades coloniales;
proclamó la República del Rif, que para la época tuvo ciertos aires de modernidad.
A pesar de su belicosidad, consta su deseo de amistad entre su país y el
nuestro.
Layla,
efusiva, nos había explicado la historia de su gente. La amargura asomaba a sus
ojos en determinados pasajes de la historia:
―España y Francia sofocaron la rebelión
con armas químicas. Gasearon pueblos enteros y campos de cultivo ―se lamentó―. De
cualquier modo, con la paz… o la victoria, España supuso un avance en sanidad,
educación e infraestructuras ―nos reconoció, y el gesto triste se desvaneció de
su rostro al citar estas últimas palabras.
Sus
ojos brillaban mientras continuaba relatándonos.
―España respetó nuestras
instituciones locales, lengua y cultura. Esta convivencia dejó un gran recuerdo,
a pesar de los deseos de independencia.
En
ocasiones, Layla desaparecía para atender otros asuntos y era uno de sus
capitanes quien seguía contándonos.
―El Rif ha intentado en varias
ocasiones su independencia ―dijo―. Al final no pudo ser ―añadió―. Colonizados
de nuevo, esta vez, por marroquíes afrancesados, se quiso borrar la huella
española. Relegaron el castellano y nuestra propia lengua rifeña.
De
regreso, Layla continuó.
―A causa del abandono, ha habido bastantes
revueltas. Tal era el descontento que en la de 1958, incluso, aparecieron
carteles a favor de Franco, cinco meses se aguantó hasta que fue reprimida a
sangre y fuego por el entonces joven príncipe que… ―enmudeció un instante. La
mirada humedecida delataba sus sentimientos. Entrecortada la voz, continuó―,…que
llegaría a ser el omnipotente rey ―la contención de su rabia enrojeció su
rostro―. ¡Ya está! Se acabó la política. Demos un paseo, quedan pocos días para
que podamos devolveros a «tierra civilizada».
E
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Ensimismado
en mis pensamientos, no podía por menos que darle vueltas a la historia de
Layla. ¿Cómo una joven había logrado convertirse en cabecilla de aquel grupo de
hombres y mujeres libres?
Aquella
normalidad quedó rota cuando la plaza se llenó de repente de gente, mucha gente, que en formación ordenada coparon el lugar enarbolando pancartas y banderas
blancas y, alguna que otra bandera de la antigua República del Rif.
―¡Huy!, problemas ―exclamó Najjar―,
será mejor salir de aquí
―¿Qué pasa? ―pregunté― ¿Qué gritan?
―Una manifestación contra el
gobierno, nada bueno; se puede preparar gorda.
Agentes
de la Gendarmería Real cerraron las salidas de la plaza en un gesto claramente
amenazador. Los gritos de protesta crecían en intensidad cuando sin aviso
previo la policía arremetió contra aquella gente golpeando con saña sin
importarles su condición; mujeres, niños, ancianos recibían golpes sin
miramientos en una escena que me recordó los primeros años de la Transición
española.
―Vámonos ―sugirió mi amigo.
No
pudimos acercarnos a la moto así que decidimos meternos en el café para cuidar
de nuestra seguridad. No duró mucho la espera, los gendarmes se aplicaron con
diligencia en disolver a aquellos pacíficos manifestantes con toda la «amabilidad»
propia del régimen. Cuando todo hubo acabado, la plaza quedó desolada; en el
suelo, pisoteadas y rasgadas, las ultrajadas banderas blancas de paz, mostraban
la falta de voluntad por su causa de quienes arrogándose la custodia del orden,
precisamente, lo violaban. El poder nunca fue buen amigo del pueblo.
Arrancamos
en cuanto pudimos y pusimos rumbo a Fez por una carretera en buen estado, poco
virada y entre tierras de cultivo. Con el cabreo que yo tenía por lo
sucedido, llegamos en un tiempo record. Najjar no dijo ni palabra. Ambos estábamos muy afectados, pero él se
avergonzaba: era su país, su gente; y yo, su invitado, no debía haber visto
semejante desafuero.
E
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ntramos
en Fez al anochecer completamente empapados por la lluvia de los últimos kilómetros.
Lo primero fue buscar alojamiento. Nos llevó un rato, pero encontramos una casa
de huéspedes, no demasiado cara, en la Villa Nueva. Una ducha rápida para
entrar en calor y bajamos al comedor a cenar.
Fez
quedó en la zona francesa cuando el reparto colonial; sus horarios son los
propios del Maxim’s, aunque la cena, seguro que nos salió bastante más barata.
Al
día siguiente amanecí con fiebre, la fría lluvia había calado hondo y tuvimos
que posponer la visita a la ciudad. Najjar aparte de cuidarme, aprovechó para
darle un repaso a la Honda que necesitaba una buena limpieza.
A
la noche ya me encontraba mejor, así que bajé a cenar. Fue Najjar quien sacó el
tema.
―Me duele lo que viste ayer. Este
país mío tendrá que cambiar algún día.
—Seguro que sí. Mira España. Atrás
quedó la dictadura —le animé.
Antes
de acostarnos dimos un paseo por los alrededores. Las tenues luces creaban una
atmosfera de misterio en las calles vacías. A la mañana, miles de personas las
tomarían. La vida emergería; comerciantes, artesanos…, vocingleros ofreciendo
su mercancía en frenética actividad; las mujeres de aquí para allá con la cesta
de la compra.
La frescura de la noche me hizo arroparme afanoso entre las almizcladas sábanas; el intenso perfume me asaltaba la nariz que apenas asomaba por debajo del cobertor. Empalagado, pronto concilié el sueño.
La frescura de la noche me hizo arroparme afanoso entre las almizcladas sábanas; el intenso perfume me asaltaba la nariz que apenas asomaba por debajo del cobertor. Empalagado, pronto concilié el sueño.
Al
amanecer, la llamada del almuecín se entrometió en mi sueño. Una letanía
monocorde que supuse que Najjar atendería con devoción; algo había cambiado en
el amigo que me acompañaba por tierras islamitas respecto a aquel que conocí en
España.
Un
energético desayuno propiciaría un buen día. Fez poseía una de las medinas más
interesantes del mundo árabe. El Bali, la ciudad vieja, se encuentra
amurallada, tal vez para preservar viejos secretos de reyes y clérigos, no en
vano fue la antigua capital, y el centro espiritual del país. Algunos
consideran su universidad la más antigua del mundo. Musulmanes de todos los rincones de la tierra
acuden al estudio del Islam. Madrazas y casas de
la sabiduría afloran por cada rincón.
Los chiquillos acudían a las madrazas donde yo
tenía la sensación de que allí se adoctrinaban futuros terroristas, sin embargo,
Najjar me puntualizó que en ellas se imparten todas las materias propias del
conocimiento clásico.
El paseo por Fez no difería mucho de los que dimos
por Tetuán: artesanos y bazares, viejos cafés de ociosos hombres, mientras las
mujeres andaban en sus faenas. Si Tetuán me maravilló, Fez con su impresionante
monumentalidad, aún podría haberlo hecho más si hubiésemos podido continuar la
visita.
D
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e nuevo los tumultos se adueñaron de las calles.
Cada rincón del país, no solo el Rif, hervía por el descontento. Esquivamos
cada punto conflictivo y cuando creímos que era seguro tomamos la
calle que debería llevarnos directos a nuestro alojamiento, por el camino nos
cruzamos con nerviosos gendarmes que gritaban y gesticulaban. Al vernos se
encararon con nosotros, Najjar quiso explicarse. No pudo ser; un guardia le
sacudió un porrazo en las costillas. Sin pensar en las consecuencias, grité y
empujé con fuerza al gendarme. No recuerdo nada más, un fuerte golpe en la
cabeza me sumió en la más absoluta oscuridad y el silencio más profundo.
Cuando
desperté, me hallaba en un sucio calabozo, Por un ventanuco enrejado se
filtraba una radiante luz indicativa de un nuevo día. La cabeza aún me zumbaba
por dentro, me toqué y palpé un enorme chichón; en aquel momento recordé lo
sucedido. No sabía el tiempo que llevaba allí, solo, ni que podía haber sucedido
con Najjar. Los minutos se me hicieron horas, y estas, el día entero. Por fin,
un ruido de botas en el piso anunciaba que alguien se acercaba. El guardia
ordenó que le siguiera hasta un despacho.
―Así que es, usted, español. Hemos
comprobado su identidad ―El tono del gendarme era adusto, le supuse comandante,
no entiendo de grados militares― y según su amigo están de turismo por nuestro
país.
―Sí, claro. ¿Dónde está Najjar? Viajamos
juntos. Somos amigos. Vivimos en España y estamos recorriendo su país
―contesté.
―Bien, no vuelva a inmiscuirse en
asuntos policiales y no tendrá problemas. A su amigo lo traerán enseguida y
podrán irse. Hemos comprobado que él vive en Algeciras y no tiene nada que ver
con los subversivos ―el semblante serio no cambió ni por un instante. De pronto
su despectiva mirada voló por encima de mi hombro hasta llegar a la puerta
detrás de mí―. Mire aquí lo traen.
Me
giré y vi entrar a Najjar en un estado lamentable. Se ve que le habían sacudido
de lo lindo. Aun así, logró sonreír al verme.
―Tomen su documentación, pueden marchar
y…no se mezclen con la chusma. Ha sido un lamentable error.
Najjar
apoyado en mí, caminaba encogido. Salimos de la gendarmería, que estaba en la
misma plaza de los disturbios. En ese momento sonó el móvil.
―Hola, mamá, ¿Cómo estáis?
―pregunté.
Naturalmente,
no le conté nada de lo sucedido; bastante tenía mi madre con saber que su hijo
andaba viajando en moto, con lo poco que le gustaba esta afición mía; y además,
en el extranjero, y demasiado tiempo ya sin trabajar. ¡Qué se le va a hacer!,
las madres siempre preocupadas por sus hijos. Mientras hablaba con ella, algo
me hizo quedar mudo, anonadado. Mi madre no se percató y corté pronto. Frente a
nosotros en un muro ―junto a un cerco de sangre en el suelo― a escasos metros
de la prefectura, donde «amablemente nos habían alojado aquella noche», podía
leerse en grandes letras negras con caligrafía irregular, muestra de la premura
MILANA BONITA
Mi
mente giró vertiginosamente llevándome a los paseos por las grutas, las
conversaciones políticas, a cada recuerdo, a cada momento en que estuve con Layla,
a cuando nos amamos. La presencia de Layla planeaba en todo momento sobre
nuestras vidas. Sospeché que ella había estado, pendiente de nuestra detención.
La visión de la sangre me alarmó. Agarré a Najjar para llegarnos al hotel,
cuando…
―Milana bonita ―susurró una voz
desde un zaguán cercano―. Milana bonita repitió.
En
la oscuridad una figura nos invitó a acercarnos. Era aquel capitán de las
montañas. A pesar de lo inquietante, no supe, no pude, no quise, huir de mi
«inevitable» destino.
Nuevamente,
aquella muchacha y yo volveríamos a enredarnos…
Ignacio
Achútegui Conde
Logroño,
a 25 de junio de 2015
Me están dando ganas de coger la mochila e irme a echarle una mano al protagonista y conocer a esa pedazo de mujer con nombre de conjuro...Layla, Layla, Layla...
ResponderEliminarSigue así Nacho, eres el próximo Vázquez-Figueroa!!!
Agradezco tu entusiasmo, pero no exageres. Algo tendrá que ver tu viaje a Marruecos para que estés tan pendiente de lo que escribo.
EliminarUn abrazo