Cap. 4º. Milana Bonita



OBRA REGISTRADA:
Fecha: 18/08/15
Nº de registro: LO-165/2015
Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de La Rioja
© Texto: Ignacio Achútegui Conde (Nacho)
Dibujo bajado de internet
Titular de los derechos: el autor

Milana Bonita
                                                                  




Y el bien fuera un mar dulce que
 saciara la sed de mi país,
el amor, la verdad y la belleza serían mis señores.
Me convertiría en un errante mendigo
y la libertad sería mi alimento.
Ahmed Lemsyeh



S
alimos de aquel hotelito bajo la mirada recelosa de sus propietarias y, tras los visillos, la de algún huésped. Arrancamos la moto y partimos. La serpenteante carretera podría haber sido una autentica gozada, pero el calamitoso estado del pavimento anuló cualquier expectativa. No pudimos darle mucho puño a la moto. Casi una hora después ya estábamos en Ketama donde abandonamos la carretera principal y tomamos una secundaria hacia el sur, rumbo a Fez. La carretera atravesaba numerosas cabilas. En el inexistente arcén abundaban puestos de fruta y otros donde asaban carne; en algunos, incluso ofrecían con total impunidad hachís. El invierno se había echado encima y en la moto se notaba el frío. Las montañas conforme bajábamos hacia el sur iban suavizándose, el cultivo del hachís daba paso a cereales y frutales. Dejábamos atrás la zona que fue española.
Algo en mi interior me forzaba a dejar, también atrás, el tiempo vivido en las montañas. Los felices momentos junto a Layla, cuando en la intimidad le susurraba: «Milana Bonita», acudían insistentes a colmar mi mente inmersa en compleja batalla, en la que ora vencía el recuerdo, ora el olvido.
Noventa minutos más tarde llegamos a Taunat, donde pudimos tomarnos una cerveza, no en todos los lugares de Marruecos son tan estrictos con el alcohol. A partir de este momento la ruta se adentra en una meseta y un valle fértil: higueras, manzanos, naranjos y excelentes olivares que producen un no menos excelente aceite.
Comimos en esta ciudad. Por cierto, una estupenda sopa de habas, que apetecía muchísimo ya que el viaje había sido muy frío, y el recurrente cuscús con carne seca. De postre, dulces a base de almendras muy parecidos a nuestros fardelejos y el té verde con hierbabuena.
 Abandonábamos ya el Rif, donde no nos había faltado ninguna emoción.

A
quellas semanas en las montañas aprendí mucho sobre la historia del Rif, tradicionalmente un territorio rebelde, Bled Siba, «no sometido», le llamaban. En España, aún se recuerdan las historias transmitidas por nuestros abuelos sobre la insurrección de las tribus de la zona comandadas por Abd el Krim quien puso en serios aprietos a las autoridades coloniales; proclamó la República del Rif, que para la época tuvo ciertos aires de modernidad. A pesar de su belicosidad, consta su deseo de amistad entre su país y el nuestro.
Layla, efusiva, nos había explicado la historia de su gente. La amargura asomaba a sus ojos en determinados pasajes de la historia:
            ―España y Francia sofocaron la rebelión con armas químicas. Gasearon pueblos enteros y campos de cultivo ―se lamentó―. De cualquier modo, con la paz… o la victoria, España supuso un avance en sanidad, educación e infraestructuras ―nos reconoció, y el gesto triste se desvaneció de su rostro al citar estas últimas palabras.
Sus ojos brillaban mientras continuaba relatándonos.­­
            ―España respetó nuestras instituciones locales, lengua y cultura. Esta convivencia dejó un gran recuerdo, a pesar de los deseos de independencia.
En ocasiones, Layla desaparecía para atender otros asuntos y era uno de sus capitanes quien seguía contándonos.
            ―El Rif ha intentado en varias ocasiones su independencia ―dijo―. Al final no pudo ser ―añadió―. Colonizados de nuevo, esta vez, por marroquíes afrancesados, se quiso borrar la huella española. Relegaron el castellano y nuestra propia lengua rifeña.
De regreso, Layla continuó.
            ―A causa del abandono, ha habido bastantes revueltas. Tal era el descontento que en la de 1958, incluso, aparecieron carteles a favor de Franco, cinco meses se aguantó hasta que fue reprimida a sangre y fuego por el entonces joven príncipe que… ―enmudeció un instante. La mirada humedecida delataba sus sentimientos. Entrecortada la voz, continuó―,…que llegaría a ser el omnipotente rey ―la contención de su rabia enrojeció su rostro―. ¡Ya está! Se acabó la política. Demos un paseo, quedan pocos días para que podamos devolveros a «tierra civilizada».


E
n Taunat, sentados en una terraza, en una plaza céntrica de la ciudad la imagen era lo más cotidiana y normal que cabía esperar. Algunos transeúntes que iban y venían a sus asuntos. Mujeres con niños de camino a la escuela, y numerosos hombres en las terrazas de los cafés. Solo hombres. Con la mentalidad de aquellos lares y el excesivo paro, los cafés resultaban territorio exclusivamente masculino.
Ensimismado en mis pensamientos, no podía por menos que darle vueltas a la historia de Layla. ¿Cómo una joven había logrado convertirse en cabecilla de aquel grupo de hombres y mujeres libres?
Aquella normalidad quedó rota cuando la plaza se llenó de repente de gente, mucha gente, que en formación ordenada coparon el lugar enarbolando pancartas y banderas blancas y, alguna que otra bandera de la antigua República del Rif.
            ―¡Huy!, problemas ―exclamó Najjar―, será mejor salir de aquí
            ―¿Qué pasa? ―pregunté― ¿Qué gritan?
            ―Una manifestación contra el gobierno, nada bueno; se puede preparar gorda.
Agentes de la Gendarmería Real cerraron las salidas de la plaza en un gesto claramente amenazador. Los gritos de protesta crecían en intensidad cuando sin aviso previo la policía arremetió contra aquella gente golpeando con saña sin importarles su condición; mujeres, niños, ancianos recibían golpes sin miramientos en una escena que me recordó los primeros años de la Transición española.
            ―Vámonos ―sugirió mi amigo.
No pudimos acercarnos a la moto así que decidimos meternos en el café para cuidar de nuestra seguridad. No duró mucho la espera, los gendarmes se aplicaron con diligencia en disolver a aquellos pacíficos manifestantes con toda la «amabilidad» propia del régimen. Cuando todo hubo acabado, la plaza quedó desolada; en el suelo, pisoteadas y rasgadas, las ultrajadas banderas blancas de paz, mostraban la falta de voluntad por su causa de quienes arrogándose la custodia del orden, precisamente, lo violaban. El poder nunca fue buen amigo del pueblo.
Arrancamos en cuanto pudimos y pusimos rumbo a Fez por una carretera en buen estado, poco virada y entre tierras de cultivo. Con el cabreo que yo tenía por lo sucedido, llegamos en un tiempo record. Najjar  no dijo ni palabra. Ambos estábamos muy afectados, pero él se avergonzaba: era su país, su gente; y yo, su invitado, no debía haber visto semejante desafuero.

E
ntramos en Fez al anochecer completamente empapados por la lluvia de los últimos kilómetros. Lo primero fue buscar alojamiento. Nos llevó un rato, pero encontramos una casa de huéspedes, no demasiado cara, en la Villa Nueva. Una ducha rápida para entrar en calor y bajamos al comedor a cenar.
Fez quedó en la zona francesa cuando el reparto colonial; sus horarios son los propios del Maxim’s, aunque la cena, seguro que nos salió bastante más barata.
Al día siguiente amanecí con fiebre, la fría lluvia había calado hondo y tuvimos que posponer la visita a la ciudad. Najjar aparte de cuidarme, aprovechó para darle un repaso a la Honda que necesitaba una buena limpieza.
A la noche ya me encontraba mejor, así que bajé a cenar. Fue Najjar quien sacó el tema.
            ―Me duele lo que viste ayer. Este país mío tendrá que cambiar algún día.
            —Seguro que sí. Mira España. Atrás quedó la dictadura —le animé.
Antes de acostarnos dimos un paseo por los alrededores. Las tenues luces creaban una atmosfera de misterio en las calles vacías. A la mañana, miles de personas las tomarían. La vida emergería; comerciantes, artesanos…, vocingleros ofreciendo su mercancía en frenética actividad; las mujeres de aquí para allá con la cesta de la compra.

La frescura de la noche me hizo arroparme afanoso entre las almizcladas sábanas; el intenso perfume me asaltaba la nariz que apenas asomaba por debajo del cobertor. Empalagado, pronto concilié el sueño.
Al amanecer, la llamada del almuecín se entrometió en mi sueño. Una letanía monocorde que supuse que Najjar atendería con devoción; algo había cambiado en el amigo que me acompañaba por tierras islamitas respecto a aquel que conocí en España.
Un energético desayuno propiciaría un buen día. Fez poseía una de las medinas más interesantes del mundo árabe. El Bali, la ciudad vieja, se encuentra amurallada, tal vez para preservar viejos secretos de reyes y clérigos, no en vano fue la antigua capital, y el centro espiritual del país. Algunos consideran su universidad la más antigua del mundo.  Musulmanes de todos los rincones de la tierra acuden al estudio del Islam. Madrazas y casas de la sabiduría afloran por cada rincón.
Los chiquillos acudían a las madrazas donde yo tenía la sensación de que allí se adoctrinaban futuros terroristas, sin embargo, Najjar me puntualizó que en ellas se imparten todas las materias propias del conocimiento clásico.
El paseo por Fez no difería mucho de los que dimos por Tetuán: artesanos y bazares, viejos cafés de ociosos hombres, mientras las mujeres andaban en sus faenas. Si Tetuán me maravilló, Fez con su impresionante monumentalidad, aún podría haberlo hecho más si hubiésemos podido continuar la visita.

D
e nuevo los tumultos se adueñaron de las calles. Cada rincón del país, no solo el Rif, hervía por el descontento. Esquivamos cada punto conflictivo y cuando creímos que era seguro tomamos la calle que debería llevarnos directos a nuestro alojamiento, por el camino nos cruzamos con nerviosos gendarmes que gritaban y gesticulaban. Al vernos se encararon con nosotros, Najjar quiso explicarse. No pudo ser; un guardia le sacudió un porrazo en las costillas. Sin pensar en las consecuencias, grité y empujé con fuerza al gendarme. No recuerdo nada más, un fuerte golpe en la cabeza me sumió en la más absoluta oscuridad y el silencio más profundo.
Cuando desperté, me hallaba en un sucio calabozo, Por un ventanuco enrejado se filtraba una radiante luz indicativa de un nuevo día. La cabeza aún me zumbaba por dentro, me toqué y palpé un enorme chichón; en aquel momento recordé lo sucedido. No sabía el tiempo que llevaba allí, solo, ni que podía haber sucedido con Najjar. Los minutos se me hicieron horas, y estas, el día entero. Por fin, un ruido de botas en el piso anunciaba que alguien se acercaba. El guardia ordenó que le siguiera hasta un despacho.
            ―Así que es, usted, español. Hemos comprobado su identidad ―El tono del gendarme era adusto, le supuse comandante, no entiendo de grados militares― y según su amigo están de turismo por nuestro país.
            ―Sí, claro. ¿Dónde está Najjar? Viajamos juntos. Somos amigos. Vivimos en España y estamos recorriendo su país ―contesté.
            ―Bien, no vuelva a inmiscuirse en asuntos policiales y no tendrá problemas. A su amigo lo traerán enseguida y podrán irse. Hemos comprobado que él vive en Algeciras y no tiene nada que ver con los subversivos ―el semblante serio no cambió ni por un instante. De pronto su despectiva mirada voló por encima de mi hombro hasta llegar a la puerta detrás de mí―. Mire aquí lo traen.
Me giré y vi entrar a Najjar en un estado lamentable. Se ve que le habían sacudido de lo lindo. Aun así, logró sonreír al verme.
            ―Tomen su documentación, pueden marchar y…no se mezclen con la chusma. Ha sido un lamentable error.
Najjar apoyado en mí, caminaba encogido. Salimos de la gendarmería, que estaba en la misma plaza de los disturbios. En ese momento sonó el móvil.
            ―Hola, mamá, ¿Cómo estáis? ―pregunté.
Naturalmente, no le conté nada de lo sucedido; bastante tenía mi madre con saber que su hijo andaba viajando en moto, con lo poco que le gustaba esta afición mía; y además, en el extranjero, y demasiado tiempo ya sin trabajar. ¡Qué se le va a hacer!, las madres siempre preocupadas por sus hijos. Mientras hablaba con ella, algo me hizo quedar mudo, anonadado. Mi madre no se percató y corté pronto. Frente a nosotros en un muro ―junto a un cerco de sangre en el suelo― a escasos metros de la prefectura, donde «amablemente nos habían alojado aquella noche», podía leerse en grandes letras negras con caligrafía irregular, muestra de la premura
MILANA BONITA
Mi mente giró vertiginosamente llevándome a los paseos por las grutas, las conversaciones políticas, a cada recuerdo, a cada momento en que estuve con Layla, a cuando nos amamos. La presencia de Layla planeaba en todo momento sobre nuestras vidas. Sospeché que ella había estado, pendiente de nuestra detención. La visión de la sangre me alarmó. Agarré a Najjar para llegarnos al hotel, cuando…
            ―Milana bonita ―susurró una voz desde un zaguán cercano―. Milana bonita repitió.
En la oscuridad una figura nos invitó a acercarnos. Era aquel capitán de las montañas. A pesar de lo inquietante, no supe, no pude, no quise, huir de mi «inevitable» destino.
Nuevamente, aquella muchacha y yo volveríamos a enredarnos…

Ignacio Achútegui Conde
Logroño, a 25 de junio de 2015

Comentarios

  1. Me están dando ganas de coger la mochila e irme a echarle una mano al protagonista y conocer a esa pedazo de mujer con nombre de conjuro...Layla, Layla, Layla...
    Sigue así Nacho, eres el próximo Vázquez-Figueroa!!!

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    Respuestas
    1. Agradezco tu entusiasmo, pero no exageres. Algo tendrá que ver tu viaje a Marruecos para que estés tan pendiente de lo que escribo.
      Un abrazo

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